A Ana, mi madre.
No vendrán las palomas,
ni los volatineros
de la plaza de España
guiarán tu alegría
a la iglesia sin nombre.
No vendrá el rocio
anidado en tus labios,
perdido en tu desvelo
para desenterrarte
de la muerte que llevas
en el pecho prendida.
No vendrá la palabra
que te busca sin suerte,
ni el murmullo del mar
que arrinconó tu aroma,
ni el aire ensimismado
que mueve tus cortinas
para hacer un capote
que tiemble entre las manos
del último esplendor.
Ya nunca el torerito
culminará la tarde
que atraviesa la herida
de mayo en tu mirada.
Ya nunca los aplausos
rodarán por la arena
porque sigue sin rumbo
la pena inquebrantable.
El alma de Arlequín
la llevaré prendida
para que tú me sientas
como si fuera un lirio,
como si despertara
en tus yermos jardines
para llevar la risa
de sueños y praderas.
No vendrán las palomas,
no vendrá la palabra
ni el desierto que gime
sobre tu amor herido,
ni un recuerdo de sombras
en tus ojos de luz.
Pero mi alma vuela
para enterrar la muerte.