Pessoa
Los arraigos acostumbran,
las cárceles nos ciegan,
el almidón se cierne
impunemente en las arterias,
—anquilosando—:
polvo serán, mas polvo enamorado*
Algún día el humo de rutina exhalado por los tranvías se perderá bajo las aguas. Quizás el más anónimo y gris, un olvidado lisboeta seguirá caminando por las aguas. Habrá olvidado embarcarse. Caminará sin darse cuenta de que un Tajo verde y pasivo, se enreda en sus rodillas subiendo poco a poco hasta la cintura. Al poco las aguas le habrán cubierto por entero. Sus pupilas cubrirán las aguas del río y llegará caminando hasta su hogar.
Son las mismas campanas
que blanden igual sonido.
Es la misma aurora que presagia
idéntica vivencia.
El rencor recuerda que el hombre
casi nunca cambia;
parece que libertarnos
no ocurre diariamente.
A borbotones manan de las bocas de los tranvías. Se asoman al borde de las cuestas, abriendo a gritos las angosturas con golpes y traqueteos. Desembocan todos en la plaça. La gran herida de Lisboa se abre diagonalmente. Sangre sin rostro que se desliza con paso rápido, rutina diaria, lamiendo los pies del Tajo. Allí se embarcan hacia sus hogares.
¡Estamos marginados a vivir!
Caerán los cuerpos
—a pedazos—
para nacer de nuevo.
Ni al sentarse en su sillón crujiente, ni al encender la radio con el mismo programa de siempre, se dará cuenta de que de hombros y brazos cuelgan algas y, un caballito herido de nostalgia.
¡Los muertos son herejes de la noche!
Son hambrientos.
Tendrán que sucumbir
o desbordar.
*Verso perteneciente a Quevedo, en su "Amor constante más allá de la muerte".