y yo mi Robert Frost,
y señalamos nuestro sitio
en la cinta del libro
para medir lo que hemos perdido.
Como un poema mal escrito
somos versos sin rima,
estrofas sin ritmo
con un compás entrecortado.
(Paul Simon)
así, todo lo que me llega hablando sobre él
es un regalo añadido,
una gota que se yergue en el ruido del mar
que nos separa y nos une
como si fuera la poesía que perseguimos
por caminos diferentes y alejados.
En esto me veo cada vez que lo leo
y pienso que añadiría esto que me conforta,
que suprimiría aquello que me hiere,
que me pierdo en el milagro de una sonrisa triste,
que vuelvo al surrealismo que impregna mi palabra
con el romanticismo intemporal
adueñándose de todo aquello
que a todos nos pertenece y se mantiene en el aire;
hay en mi corazón furias y penas
cuando me siento embargado
por un verso de Quevedo.
Tengo asumido que no tendré jamás la lucidez
de José Emilio Pacheco.
Él tenía por cierto que lo que salía de su pluma
sería comentado,
escrito en las paredes impasibles del metro,
que sus sentimientos pertenecerían
a aquellos transeúntes sin destino
que lo necesitaran
como yo en este día de sol
que tirita apagado
como yo en una estrofa de Paul Simon,
como una huella errante sin dueño.
Sé muy bien que la oscuridad de mi palabra
no se enciende en la avenida
que hay entre el olvido y yo
como un pensamiento irreflexivo de Dylan
o la voz cavernosa y deprimida de Cohen
en la elegancia de una sábana desgarrada.
Pero merece la pena intentarlo, en esa lucha
siempre hay alguna caricia que queda
y se rebela contra los vestigios
que permanecen en los labios ajados del silencio.
Ya no tengo la calma para medir
un poema de amor;
volvamos a la calle de la ausencia,
a ese momento que rompe la soledad
de los poetas polvorientos en el exilio de las calles
que nos siguen acompañando
cuando descubrimos
algún misterio en la palabra siempre,
cuando tenemos por cierta la belleza
que subsiste en el cuidado de un Garcilaso ausente,
en la eternidad que brota en la mirada fugitiva
de aquella que nos mueve en el recuerdo
aun cuando perdemos fuelle en la soledad
que conserva el milagro
del primer verso de cada poema,
ese que nos entregan los dioses
y muere en el secreto de la audiencia
en los pies del teatro de los sueños.
No sé decirte nada más,
como los álamos tiemblo
en los lugares donde solía jugar.
II
Para qué quiero salir a la calle si tengo el sol en la terraza desde donde veo el primer espigón que me trae el recuerdo de la tarde más triste; las rocas cortaron la cuerda que nos unía, a pesar de que me comías a besos y que me amaste cuando no me querías. Desde el espigón, a lo alto, mirábamos el túnel que viera pasar el tren de Tetuán en el taró que retaba al sol árido de agosto y vio la última guerra. A pesar de que la corrupción arrasaba a burócratas y militares, estudios minuciosos de las cuentas lo delatan, los tetuaníes guardan un recuerdo místico, sincero en su paternalismo desmesurado, de los españoles, quizás fuera porque estos carecían del orgullo de pertenecer a una civilización superior de los franceses que se quedaron con la parte más grande, culta y pacífica del Protectorado. Aunque también hubieron que vérselas con Abdelkrim y sus rifeños sanguinarios, en la toma de Fez.
Mis abuelos fueron a Tetuán en su viaje de novios, él, casi con toda seguridad, visitaría el cementerio judío y rezaría en la memoria de sus mayores, sus apellidos; Barrionuevo Toledo le delatan, sus abuelos quizás eran sefarditas, llegué a conocer a mi bisabuela que parió 16 hijos y estaba prematuramente envejecida, era católica, ella se dejaría llevar, quería que así fuera. Entonces sería antigua y casi culta, conocía todas las canciones populares y todo los refranes, lejos de la amargura para siempre que 33 años después le dejaría la muerte de su hijo pequeño que no tenía más que 18 años, el amor perdió a su mensajero que trabajaba en una de las tiendas de comestibles del barrio.
Mi abuelo decía que lo más grande era ser español como Ricardo Zamora y después ser de Abyla y católico, aunque solo iba a los bautizos y a las misas de difunto, y el 16 de junio a la procesión de la Virgen del Carmen, ya que era contraguía en la procesión de la patrona de los pescadores, aunque no se embarcaba, temía a la mar aunque vivía de ella; compraba el costo, en el que no faltaban el café, la leche y las galletas, y lo llevaba a varios barcos que le obsequiaban con media parte.
Mi abuelo amaba el fútbol, en un principio era del Atlético de Tetuán, no dejaba de narrar sus hazañas, con los ojos llorosos y encendidos, del año que estuvo en la primera división española, después fue del Atlético de Ceuta a muerte y, al final de su vida de la Agrupación Deportiva, en un proyecto ilusionante en que era el bardo que cantaba; un equipo de tercera, con plantilla de segunda y juego de primera, aquel hombre bueno, manso y culto dominado por el carácter amargo de su mujer, se convertía en el hincha más fervoroso del Ceuta, del que era empleado, llevando café en el descanso y alguna pomada al final del partido para aliviar los dolores que provocaban las patadas. Mi abuelo será feliz porque su querida Agrupación ha vuelto a subir a segunda después de una presencia efímera en ella hace 45 años.
Mi abuelo decía que no había naufragio como el del 12 de diciembre de 1948, hasta entonces era panadero y empezó a tener un miedo patológico a la mar, ese mismo mar al que consagró su vida desde entonces.
Ahora sufro en los lugares donde solía jugar.
(Leonard Cohen - Variación F. E. León)
Vientos de soledad en la mañana
y en el andén espera
la sombra del amor que acaso fuiste,
se me escapó tu huella en el espejo
y no te reconozco,
y no sé cómo hablarte.
Como si fueras otra me recuerdas
al silencio que canta
en los versos que pierden la cadencia
cuando emergen del alma desprendidos
por un tibio calor que ya no sienten.
En la vieja estación rota y vacía
que no tiene cuadrantes de destinos
he pasado la tarde
con los bancos gastados
y un reloj sin agujas que se duerme
en el rumor del tren que nunca pasa,
en los besos errantes
que perdieron el norte en el camino
y forjaron la nube de tu ausencia.
Aranjuez está lejos,
los trigales se visten de verano
y los ecos torcidos se derraman
en un torpe cuaderno
que no arrastra mi nombre por tus venas,
que no arrebata un lazo en tus esquinas.
En el rincón de sombras impregnado
por la grave caricia de tu rostro,
por la larga madeja sin memoria
de los recuerdos quietos que se mueven
está mi corazón llorando triste,
pensando en los senderos perseguidos
que arrastrarán los nombres
de los bellos amantes desolados
que algún día tuvieron
la sonrisa despierta de la aurora,
la mirada de luz que yo he perdido.