tan hormiga y tan ranita.
Qué vientos adventicios, Julio. Cuánto de vos en estas aletargadas mañanas. Cuántos de tus temas queridos redescubiertos al son de alguna tormenta de estas no previstas por nadie. Apenas te presiento en la alborada, te escamoteas de mi vista como la rana que profesaste ser en algún proyecto de epitafio. Parece que tu razón para ello es indistinguible de la de tantos que se te anticiparon un buen día en el final del camino, que no tanto en el mezzo, más propio de ti y de tus juegos: en el de redondearse como una de esas burbujas verdes que llegando a Francia le pintaste a París en uno de sus teatros icónicos, entre hurras visuales y silabeos de los que no te declararías sospechoso ante la autoridad nada más que por decencia hacia esos otros mundos no hollados, esos transidos de versos con los que no puede uno abanicarse como faraoncito en su giornata de caza, pobres leones y pobres escribas y pobres gentes, los unos por acorralados y los otros por tener que multiplicar las entidades para complacer al musaraña, y los de más allá por lo de siempre, bien les hubiera venido a todos contar con su propio fraile teórico empirista mensurador, pero así son las cosas. Y hay que decir que la noche desde que vos te fuiste acomete su tarea iluminadora y un tanto sisífica si se la mira solo desde abajo con un poco más de brío y circunstancia, como si quisiera repartirse con vos el papel de hacer de recordatorio, o memorando según los más formales, de que todo acá abajo es un giro que te gira que te gerundio, que te genitiva del todo y cabalmente si antes vos no te gerontologizas, madre de los hermanos Cástor y Pólux, cómo andamos por culpa del trasnoche y Cărtărescu. Pero el hecho firme es que, ya libre de esta presunta cárcel platónica, vos ya sos una constelación solo, Julio, y nos queda a nosotros la no insignificante tarea de asignarte un nombre que te sea propicio (y prometemos no hacer lo de aquel músico con cierto planeta que ya, pero si lo nombramos nos va a mirar de reojo, y la Ilíada). Yo sé desde que te leo que la poesía es una sola boca que se desdobla en los oídos, una lira muy hundida en el lecho limado de tanto amor que no se nos va del todo, a cuyo incontro hay que salir todas las mañanas como se sale de viaje por los confines de la Tierra, con la mano en torno obrando su apoteosis en el mismo corazón de todos los días por venir.