Noviembre en la estepa castellana, en sus inmensos páramos de tierras secas, es un mes de aguas pardas que se clavan en el suelo en forma de puñales; es un inmenso torbellino de hojarasca y los árboles desnudos dejan caer sus últimos suspiros. Las hojas húmedas caen en charcos que se abigarran en el cielo. Cuando el azul grisáceo se seca, un sol de mármol nos aplasta.
Noviembre y los santos olvidados bajo tierra y difuntos olvidados en la vida. Hoy tengo que acudir al cementerio. No me gusta pero he de hacerlo. Es el abuelo quien ha muerto y yo he de saldar la deuda: fue él quien, al morir mi madre, se encargó de mí.
—Abuelo —dije aquél día—, esto no me gusta.
—Es bueno que lo conozcas.
—Pero no quiero.
—Tampoco quisieron estos. Dentro de poco nos iremos, pero ahora calla.
Dimos vueltas, pasamos por todos los caminos transversales, hubo momentos en los que creí que estábamos perdidos en una ciudad de muertos. Y, entonces, bajo la sombra de uno de los cipreses, lo vi. Y el cielo azul me pareció más frío. El sol que se enredaba se oscureció de pronto.
Calvos montes, escudos de ejércitos marchitos otean las llanuras; y desde la tronera de un castillo, del que solo quedan cuatro piedras horadadas por el viento, un espectro del pasado nos observa. Cenicientos alcores y roquedas desdentadas, oscuros peñascales y trigales olvidados, serrijones pardos, dientes de almenas de fortalezas imposibles. Rompe el silencio un silbido, una llamada de auxilio. Un guerrero perdido alza su olifante y clama al cielo. De vista ha perdido al Cid que se aleja en su montura en busca de nuevas batallas.
Yo para espantar a las sombras que parecían soplarme tras los oídos, había comenzado a cantar.
Vi un ángel de mármol. Con un dedo sobre los labios pedía silencio, la mirada alzada imploraba a los cielos, con la mano derecha señalaba a la tierra cubierta de hierba. Y dos ángeles en su cabecera.
Sigue Noviembre llorando por los campos de estameña; sigue regando campos transformados en lodazales. Caminan las viejas negras, sus maridos en el campo y los que no bajo tierra, luchando con los gusanos. Huyen los ríos, inundando tajamares, bordean despacio ciudades y cementerios.
Mi abuelo sacó de su enorme gabardina una flor. Y con delicadeza la dejó allí sobre la lápida, junto al nombre, entre los ángeles.
Yo, no sé por qué, me acerqué y apliqué mi mejilla contra la piedra fría.
—Levanta, hace frío.
—No hace ruido, abuelo.
Él me apartó de allí. Me asustó verle con los ojos hinchados y húmedos.
—No llores, abuelo —acaricié su rostro—, solo duerme y algún día tendrá que despertar, ¿verdad?
Y le tiraba de la gabardina. Él asentía secándose las lágrimas.
—Despertará.
Sigue Noviembre llorando mientras anega los campos y la hojarasca se eleva en remolinos de barro. Los chopos dorados por el otoño se agitan al paso del río, acunando con brazos yertos las aguas que cruzan quedo.
Hoy, sin embargo, un campo de flores marchitas cubre mis días y pasan lentas las horas. Llegan las nieblas densas.
—de cruces alzadas—
que se hunden y se clavan.
Hieren el cielo
puñales que rasgan el viento.
Hoy aguarda noviembre mis pasos.
La niebla se ríe y danza.
Ahora lo se:
ya no despierta.