así, engrumado y sórdido suspiro
habrá de esperarte una vez más en las postales hasta saberlo bien
mientras todos se hastían de la cosecha de la locura
y yo sin poder cargar esa sentencia desquiciante
observo los tobillos del río que tanto perdí.
Ahogados en la retórica salomónica
de alguna vez que nos intentamos aunque se cayera el mundo
y caminábamos arrastrando la sinfonía freudiana de lo que no se ve
pero se lleva
y se lleva tanto y tan lejos
que aboga en la hipocresía cosmopolita de una ojeada
con las venas derrochando altibajos.
La dignidad de un ángel despechado
te revierte siete veces antes de pensarme,
franquearme,
endiosarme,
detestarme.
Y yo que azoté en tu terraza con hormigas
la ceguera crónica de la derrota,
una inundación de colillas en reemplazo de tus manos
hasta beberme todo el acordeón del rapsoda en el tinglado
sin mirarte en coordenadas
por si acaso desnudabas mi roída ilusión.
Ayer se acostumbraron algunas horas y digerí una calle.
Qué más da.
La viruta de otoño me ha traído algunas pautas de regreso,
el sabio nivel de la necesidad
y la guarida usurpada de un olvido
plagado de pestañas, bolsillos y voces canónicas.
Pero qué más da.