A Ernesto

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

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Marcos de la Mancebía
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A Ernesto

Mensaje sin leer por Marcos de la Mancebía »

Ernesto caminaba a grandes trancos por el centro de la calzada, ajeno a la lluvia. Llevaba un sombrero de ala ancha y subido el cuello de su gabán; un amplio y sombrío abrigo que le llegaba casi al suelo, cubriéndole por completo, dejando tan sólo al descubierto sus ojos, los bajos de sus pantalones de oscura lana y las negras botas de piel, con las que, al andar, chapoteaba sobre los adoquines. Caminaba como hipnotizado, absorto, con la mirada fija en un punto concreto del horizonte, sin percatarse de lo que acontecía a su alrededor.
La calle era lo suficiente ancha como para permitir el paso de dos carruajes; con amplias aceras a los lados, formadas de grandes bloques de piedra granítica y separadas por una sucesión de múltiples baldosines, también en piedra. A ambos lados había edificios; desiguales bloques de ladrillo, piedra y adobe, en su mayoría destinados a viviendas, sobre los que se erigían innumerables chimeneas, de las que se elevaban los humos de la combustión de la leña en los hogares y de las primitivas calderas de calefacción. Y desde el aire, además del humo y las chimeneas, áticos y azoteas destacaban entre los monótonos tejados de negra pizarra, sobre los que, a modo de estandartes, despuntaban algunas veletas, vigías incansables atentas a cualquier cambio en el rumbo de los vientos. Negras farolas de hierro forjado mitigaban la oscuridad con su tenue luz de gas.
La niebla había bajado, solía hacerlo habitualmente en esa época, se había aposentado en la ciudad, desplazándose a sus anchas, alimentándose de la luz y llenando de humedad las calles, las plazas, los parques, los jardines, incluso las casas, sus viviendas. Ocultándolo todo, cubriéndolo con un velo gris, un tupido manto que limitaba la visión. Y no venía sola; una lluvia constante la acompañaba, una lluvia sutil, permanente, que precedía a la bruma, la esperaba y la acompañaba, quedándose incluso cuando ésta ya se había ido; una llovizna que flotaba en el aire, con minúsculas, casi imperceptibles, gotas de agua que se suspendían brevemente en el espacio, antes de caer, como desafiando la gravedad.
Pero Ernesto seguía caminando, sin resguardarse, ajeno a las vicisitudes del tiempo, como si no tuviese ya necesidad de guarecerse del chaparrón. Su oscuro ropaje se había vuelto gris; había adquirido esa tonalidad por las gotas de lluvia que caían sobre él, sin resbalar, adhiriéndose, fundiéndose; gotas de agua aferradas a sus vestiduras, como formando parte de su indumentaria. Y Ernesto no sentía la humedad, caminaba tan abstraído, tan ajeno a todo, que ni tan siquiera oyó el sonido de la carroza que se acercaba, ni sintió la voz del cochero que le gritó desde el pescante, ni el trotar de los cuatro percherones que arrastraban la calesa. Y tampoco se enteró cuando fue arrollado por las bestias, a pesar de los intentos del cochero por detenerlas.
Los cascos pisaron sobre su anatomía, hiriéndolo y lacerándolo, arrastrándolo por el suelo mojado, en un crujir de huesos, embarrándolo y desangrándolo. El cochero logró detener el carruaje y calmar a las yeguas, se apeó y acudió en auxilio del hombre que había atropellado.
Horas después, Ernesto, postrado en una blanca cama de hierro y mientras sentía como unas manos expertas le cosían y zurcían la piel, le entablillaban sus miembros y le hurgaban en sus entrañas, evocaba las circunstancias que le habían llevado a tan calamitoso estado, cuando, despechado, tomó el abrigo y su sombrero y partió, en la noche y sin rumbo fijo, con la intención de no volver jamás.
Los galenos examinaban su cuerpo. Varios hombres tocados de blancas batas, mancilladas en rojo, con bisturís, erinas, lancetas, escarpelos, sangraderas y demás instrumentos médicos, rebuscaban en los entresijos de su organismo. “Para encontrarme el alma”, pensó él. Pero su alma ya no estaba en ese cuerpo. Estaba suspendida en el aire, observando, viéndose recostado en la mesa de operaciones, rodeado de extraños seres que le eran ajenos y que, con sus pinzas, hendían y rajaban en él... En ese momento fue consciente de su estado... Y pensó:
-Lástima, tendría que haberme despedido, al menos de los amigos, ahora ya no podrá ser.
Y siguió la luminosa luz que todo lo llenaba de esplendor para desaparecer eternamente. Si bien su recuerdo perdurará aún entre aquellos que le tuvimos por amigo.
A Ernesto Ruiz lo atropelló un vehículo un 18 de junio... Sea este relato en su memoria.
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Amparo Guillem
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re: A Ernesto

Mensaje sin leer por Amparo Guillem »

Más cotidiano de lo que creemos.
LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO, SIEMPRE.
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Marcos de la Mancebía
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Re: re: A Ernesto

Mensaje sin leer por Marcos de la Mancebía »

Amparo Guillem escribió:Más cotidiano de lo que creemos.


Muchas gracias Amparo por detenerte a comentar.

Pero no me queda muy claro a qué se refiere tu comentario. ¿Qué es lo cotidiano?

Un abrazo

Marcos.
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Amparo Guillem
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re: A Ernesto

Mensaje sin leer por Amparo Guillem »

Me refiero a que las ausencias sin despedidas son el pan de cada día.
LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO, SIEMPRE.
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Marcos de la Mancebía
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Re: re: A Ernesto

Mensaje sin leer por Marcos de la Mancebía »

Amparo Guillem escribió:Me refiero a que las ausencias sin despedidas son el pan de cada día.


Ah, entiendo. Y sí llevas razón, son como bien dices el pan de cada día.

Nuevamente gracias.

Un abrazo

Marcos
Hallie Hernández Alfaro
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Mensaje sin leer por Hallie Hernández Alfaro »

Arriba con la excelencia.
.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"

Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares
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