Tú no puedes ver las sombras que gimen en lo alto del Monte del Olvido.
De un fondo inalcanzable,
—y en medio una palabra vieja—
salen ramas dolorosas porque no estás.
Entonces, la tercera, a olas;
me atrapa como una niebla.
Como un mar de miradas malévolas
y pinchos acerados.
Llueve.
Las colas de lagartija de los hilos de agua,
—bosque impenetrable—
hacen muecas de risa.
Y llueve:
Todo se empapa de lluvia avinagrada
y arena muerta.
Al atardecer
sombras viajeras sin deseo concreto
establecen fronteras impensables,
tras los tormentos de un pino aislado
que muestra el hambre más humilde:
a las que no se atreven a tomar lo que les deben,
a las que se esconden por consideración
y ni siquiera exigen.
Las que se acongojan
—escollo a sus espaldas—
sintiendo cómo les fallan los amantes.
Y llueve.
Increíblemente vieja,
—vieja desde la primera fecundación—
se afana en soñar unas palabras de amor.
Limosna que una racha le ha enredado
entre las piernas y los nudos del bastón,
en el que se apoya la hilandera.
Y llueve.
No hay nada que abarque tanta lluvia.
hasta la madrugada,
desde lo alto del Monte del Olvido.
es mejor, sí.
Él sabe mejor que nadie
el significado de mis preguntas,
él sabe mejor que nadie
por qué esta noche
quiero descansar de mi sueño.
Es mejor dejar que hable
el silencio…
¿Sabes?
A veces las palabras hacen daño,
mucho daño.




