The charioteer
Publicado: Sab, 15 Jun 2024 17:50
TH E C H A R I O T E E R
Yo no me quejo del tiempo ni de sus redes invisibles, ni de la dilación reflejada en sus pupilas. Le he mirado de frente, comprobado que es ciego. Que se vale de mis manos cuando baja o sube las infinitas escaleras. Que no le importo un bledo. Que es una acumulación de polvo sobre el ventanal. En su repisa se posan las mariposas, una por una dejan caer sus alas al otro lado de su cristal (sin mencionar que el vuelo inicia o desperdicia en un instante aquella aprehensión que se ha ido forjando de corazonadas y de intercesión).
Hay cosas eternizadoras que van ocurriendo de a poco. La metanoia es una decisión en la pausa de la tormenta. No tiene que completar su giro de orbe, es un pensamiento consciente ante el amasijo que prolifera incesante. Cuando por fin quemé el poema disonante del tiempo, a siete pies del Paraíso, se me abrió un almacén de cuantos artículos —habidos y por haber— fuesen la ansiedad y el suplicio; ahora, una ecuación intercambiable abastece la despensa. Yo nunca quise adelantarme, caminaba al son de una música de plumas y viento por caminitos cortos, y ¡pum! se presentaba algo insidioso en los ojos de la otredad y había que hacerle caso, regresar de nuevo a casa. A más o menos saltar nueve andamios, caía una vertiente de vituperadas décadas; si se vive aquí, se encuentran las esquinas y al doblar espera el tiempo golpeado, con marcada desorientación, dolorido. Los daños colaterales eran un caserío de colores y a simple vista los niños aprovechaban toda ocasión de jugar. El cuco, ellos bien sabían que podría ser cualquiera y, como es natural, tomaba mucho más miedo borrarles su divina sonrisa. A veces Miguelito esperaba que todos cayeran rendidos para sacar de un insólito escondite aquellas bolitas de vidrio, parecidas a planetas que aparecían en sus manos deificadas de energías tan remotas que nadie se podría imaginar que emitían los sonidos mas intensos de su mente en Acción de Gracias. Jugar era la aorta en medio de su estómago rugiendo, era, sin exageración, el ayuno y el dátil de la poesía.
Mañana será otro día, ya volveré, amigo invisible. Soñaremos sin que llevemos cuenta de los años hechos de instantes, el mismo tiempo ya no espera, quizá se hizo indigente impidiendo que miráramos su congoja con temor a herirlo de un extraño paraje, acostándolo sobre el asfalto ¿como un alivio? Decirle a los ojos que es mejor que lluevas un rato, que te escurras y que se haga el charco en otra cuneta o donde quiera que la gente pase con sus botas de guerrero, su mueca de poesía convaleciente; yo misma con la memoria viva de envainadas albas, desandando duros caminos hacia la tormenta que me precedía, y todos iban delante haciendo y deshaciendo. No es que fuera tímida, es que el tiempo y yo no coincidimos. Yo siempre llegaba al meollo, ese lugar como el cenit, escandalosamente blanco. Yo fui todas esas células muertas que se esparcieron en los filtros de la muerte como cocuyos hediondos a barcos. Yo tenía que sufrir para no infligir mi espanto a los caballos.
E.R. Aristy
Yo no me quejo del tiempo ni de sus redes invisibles, ni de la dilación reflejada en sus pupilas. Le he mirado de frente, comprobado que es ciego. Que se vale de mis manos cuando baja o sube las infinitas escaleras. Que no le importo un bledo. Que es una acumulación de polvo sobre el ventanal. En su repisa se posan las mariposas, una por una dejan caer sus alas al otro lado de su cristal (sin mencionar que el vuelo inicia o desperdicia en un instante aquella aprehensión que se ha ido forjando de corazonadas y de intercesión).
Hay cosas eternizadoras que van ocurriendo de a poco. La metanoia es una decisión en la pausa de la tormenta. No tiene que completar su giro de orbe, es un pensamiento consciente ante el amasijo que prolifera incesante. Cuando por fin quemé el poema disonante del tiempo, a siete pies del Paraíso, se me abrió un almacén de cuantos artículos —habidos y por haber— fuesen la ansiedad y el suplicio; ahora, una ecuación intercambiable abastece la despensa. Yo nunca quise adelantarme, caminaba al son de una música de plumas y viento por caminitos cortos, y ¡pum! se presentaba algo insidioso en los ojos de la otredad y había que hacerle caso, regresar de nuevo a casa. A más o menos saltar nueve andamios, caía una vertiente de vituperadas décadas; si se vive aquí, se encuentran las esquinas y al doblar espera el tiempo golpeado, con marcada desorientación, dolorido. Los daños colaterales eran un caserío de colores y a simple vista los niños aprovechaban toda ocasión de jugar. El cuco, ellos bien sabían que podría ser cualquiera y, como es natural, tomaba mucho más miedo borrarles su divina sonrisa. A veces Miguelito esperaba que todos cayeran rendidos para sacar de un insólito escondite aquellas bolitas de vidrio, parecidas a planetas que aparecían en sus manos deificadas de energías tan remotas que nadie se podría imaginar que emitían los sonidos mas intensos de su mente en Acción de Gracias. Jugar era la aorta en medio de su estómago rugiendo, era, sin exageración, el ayuno y el dátil de la poesía.
Mañana será otro día, ya volveré, amigo invisible. Soñaremos sin que llevemos cuenta de los años hechos de instantes, el mismo tiempo ya no espera, quizá se hizo indigente impidiendo que miráramos su congoja con temor a herirlo de un extraño paraje, acostándolo sobre el asfalto ¿como un alivio? Decirle a los ojos que es mejor que lluevas un rato, que te escurras y que se haga el charco en otra cuneta o donde quiera que la gente pase con sus botas de guerrero, su mueca de poesía convaleciente; yo misma con la memoria viva de envainadas albas, desandando duros caminos hacia la tormenta que me precedía, y todos iban delante haciendo y deshaciendo. No es que fuera tímida, es que el tiempo y yo no coincidimos. Yo siempre llegaba al meollo, ese lugar como el cenit, escandalosamente blanco. Yo fui todas esas células muertas que se esparcieron en los filtros de la muerte como cocuyos hediondos a barcos. Yo tenía que sufrir para no infligir mi espanto a los caballos.
E.R. Aristy