navego rápido con la isla
buscando tus ojos de mar,
gritando un nombre
mientras corro atada,
prendiendo el matorral
que entorpece mis pies.
Pero siempre es tarde Y siempre está allí.
Anclo mi vista en el fondo
del océano aturdido,
cada paso ligado a este árbol,
cada piedra que arrastro,
cada casi que se escapa
con casi cada estela que atrapo.
Y es que casi todo da igual
menos ese casi que es todo.
Lo que humea en ese casi
son mil ideas abandonadas.
Todavía están llenos mis ojos de tu última venida. Callada, limpia, frutal, envuelta en esa piel nueva, encendida de todo lo que guardas.
Otra vez,
para mañana.
Porque te vas, siempre te vas,
como ese mar en continua partida;
yo,
olvidado litoral
—molida en lágrimas—
no quiero el silencio
si no es tu silencio.
No quiero otra sonrisa
que la de tu alegría.
No quiero más espacio que el que encierran tus manos.
Aquí me siento
deteniendo este tiempo
en que estaré todos los días
esperándote.
Podría entonces, si tú quisieras, ser gota lenta que descalza camina tu piel. Mujer de azúcar, en una calle vacía grito tu nombre. Se hacen tristes las luces. Aciaga noche de invierno ésta, que solo tengo la compañía de mis palabras.
P.D.: “Nieve nos volveremos y el sol nos hará gotear sobre las cabezas de los niños, y los pájaros nos llevarán colgando de los picos, y mojaremos la tierra, y el porquerizo hará marcas en el barro con la contera de su bastón…”
Ana María Matute en el relato “La razón”, del libro “Tres y un sueño”.
Algún día escribiré algo parecido. Hasta entonces seguiré intentando volverme blandita y escribir bellos poemas de amor.