en el cielo de la noche
me recuerdan la soledad del mundo cuando no estás,
la tristeza de una sonrisa
que no puede desplegarse
cuando no encuentra el camino de tus labios.
No volveré a ser aquel que te esperaba
en el sol declinante de los embarcaderos,
con la gracia de los dioses en la frente,
con la esperanza atada a tu cintura.
Seguiré otro camino
entre los matorrales
y las ansias de vivir,
en las arterias lentas de una isla
que avanzaba en la memoria de los mitos
con el reloj de sombra aletargado.
No somos los primeros
que se dijeron adiós mientras se amaban,
que plegaron las velas
sin esperar que llegaran los vientos favorables,
que invocaron el infierno durante los días dichosos
mientras fundían las risas con las lágrimas.
Nuestros besos no son los únicos
que se borraron
en las mejillas caprichosas del alma de los tiempos,
en el polvo del interior de las Siete Colinas
que perdieron el camino en el vientre del agua.
Pero nuestro dolor de espinas atravesadas
no conoce a los mártires
que desgarraron sus huellas en el altar de los verdugos.
Volveremos a sonreír
cuando el ocaso ascienda
en la remembranza de la muerte.
El amor que ilumina,
a veces encadena,
y hace que te sientas
un faro apagado en la distancia
cuando llega el silencio a tu rostro afligido
y te enfrentas al dolor cinerario
de la urna de Keats
arrebatada en la tormenta de la calma.
No somos los únicos que pecaron por amor,
que enfilaron su barca contra las escolleras
de los versos enmarañados,
que escribieron sus promesas
en la puerta de la playa
mientras subía la marea del deseo de los perdidos.
No somos el paradigma del peregrino ciego
que murió en la vereda y siguió caminando.
Voy hacia aquel vestido rasgado
en una fiesta taciturna,
hacia el clavel de cenizas que tuviste en la boca,
como un recuerdo que no encuentra su rostro,
que ha olvidado su nombre
en una cuesta abrupta
que no puede subir entre los cables y los pájaros,
aunque se acuerde de tu olvido
y llore en la noche profunda
del fulgor en tu mirada.
