“En aquel tiempo de segundos vivos todo era servible: un solo tictac” Pilar Morte
Otro solsticio que se rompe contra el farallón del invierno. En la espina erizada de sus rocas, encuentra las rendijas por las que empuja al sol hacia la estancia; los duendes juguetean entre los rayos, esperando con picardía un deseo. Todo sigue igual: el fuego en la chimenea que si lo avivo crepita, el estofado que huele a pimentón de la Vega, el silencio taconeando sobre el polvo en loza fraguado, al compás de algún crujido misterioso -las vigas siempre tienen la última palabra.
—Renato, ¿vendréis para la Nochebuena?
—Claro, te cantaremos unos villancicos
con mascarilla y zambomba -nos reímos.
— Este año encargué los dulces, ya no tengo fuerzas.
—Conque la mistela no falte es suficiente.
Acaricio su pelo y protesta la mecedora por mi tercería. Cuando el cuco canta, desde el viejo reloj que le regalé al morir el abuelo, nos miramos. Los ritmos circadianos se hacen memoria, como un ángelus que, tendido junto a la ropa, huele a jabón antiguo y dibuja en sus labios el rezo del primer hombre que sintió la pequeñez y el frío de las constelaciones. En los tirasavias de sus brazos hay venas por las que transita el sabor dulce de las almendras y entonces la casa de mi abuela navega, al vaguido de su viejo aparador, en el que posan como velamen las fotos de los trece nietos. Abro el cajón que hacina nuestros pequeños juguetes y se escapan los marineros que la protegen; ella encoje sus hombros con una sonrisa. Nunca se desprende de nada, es su forma de aferrarse a la vida.
Cada parpadeo suyo es un tictac que besa mi frente. ¿Cuántos les quedarán a sus ojos? No importa los que sean, nuestro abrazo diluye al tiempo.
Hno Renato Vega