tiene el paisaje onírico y la magia
de aquella infancia gris en que me pierdo,
su encanto me fascina, me contagia.
Yo recuerdo el jugar de un inocente
que habitaba en el cuerpo de un anciano
y al caer de la tarde mansamente
troceaba papeles con su mano.
La luna iluminaba aquél momento
de su imagen en lo alto de la roca,
papelillos alzándose en el viento
y ese mágico asombro allí en su boca.
Nunca tuvo más vida que el reflejo
de una obra inacabada, de un bosquejo.