y raptan a Valle-Inclán en su domicilio.
Lo llevan a un zulo del país vasco
y allí un joven aficionado a la literatura
le exige QUE LE ENSEÑE A ESCRIBIR.
Se trata de Camilo José Cela.
Hay provisiones para dos meses,
llama de candiles y dos camastros.
Una mesa con dos sillas
y mucho papel y tinta.
Valle-Inclán decide colaborar.
Aston
Aston vivía en los Ángeles. Tenía un coche no muy grande, no como aquellos autos americanos de los sesenta (botes se llamaban o algo así). Seguía el ejemplo de Jack kerouac para el que los coches eran toda su vida. Lo equipó a tope: inodoro oculto, portátil para escribir y estar conectado con el mundo, y un pequeño bar al estilo de los Mercedes.
Todas las tardes a la hora de la siesta,
nadaba en los vasos de cerveza
—regando la sed—
bañando su lengua en la espuma.
Llegaba la noche
y su garganta era un tam tam
de palabras rotas.
Sonata de poros salados que
escupía por el saxofón de su axila,
melodías de Steve Vai.
Un guiñapo con branquias de cal,
un insomne que reptaba por la madrugada
implorando úteros maternos.
Fumaba, leía la mano al tedio,
se cortaba las uñas de los pies
y a las horas en punto
iba al cubo de la basura
a cantar nanas a las cucarachas.
Por las mañanas
deslizaba su sombra
—enharinada de pereza—
hasta la biblioteca.
Por supuesto, sin bajarse del coche.
En plena pandemia se le ocurrió bajarse del auto para echar un sobre en el buzón porque no podía hacerlo desde la ventanilla, y entonces, un policía le llamó la atención. Estaba prohibido pasear a esas horas. Le pidió que colocara en el suelo el contenido del sobre abultado. No se sabe si Aston llegó a pensar que sus poemas le iban a sacar de las calles por una larga temporada.