siempre queda la sensatez del cerebro
Alejandro Costa
Esta es mi Murcia irracional,
mi tierra erguida y única,
mi soplo diario de vida.
Después de un vaso de algo,
-la leche no me gusta y el café me enerva-,
me dispongo,
-como casi todos los días-,
a dar un paseo por los diferentes lienzos,
-al vivo y al natural-,
de mí apreciada tierra.
Así que con la rienda suelta,
el ánimo preparado
y una sonrisa abierta de par en par,
-debo parecer un lelo-,
desgasto la suela de unos zapatos
ya de por sí desgastados,
y me dispongo a moverme de un sitio para otro
bajo la belleza de un cielo eternamente azulado
y un sol al que le cuesta trabajo bajar su radiación.
Así que el dios de la lluvia,
-Tiáloc, Chaahk o Cocijo-,
-vaya nombres más rebuscados-,
se debe de morder las uñas
al ver el poco espacio que sus colegas le dejan
para poder refrescar sus calles y alimentar sus huertas.
Atravieso calles,
cambio de barrios
y cruzo puentes en ambos sentidos.
En tanto trasiego,
es normal que me cruce con unos y con otros,
que nos miremos todos
a la vez que nos ignoremos
y prosigamos nuestro camino.
Pero siempre,
-nunca falla-,
recibo algún hola o algún hasta luego,
porque los humanos somos de costumbres,
y como tal,
paseo casi por obligación por los mismos lugares.
Hay veces que paro a alguien,
-normalmente porque se me antoja conocido-,
le pregunto las mismas cosas,
-es como un guion repetitivo-,
para continuar sin más el trayecto.
Pero hay veces que me paran,
que mi semblante se antoja raro
y que el rostro se me hace
cuanto menos desconocido;
que cruzamos cuatro palabras,
me pone en antecedentes,
y firmamos,
-como si fuera un contrato de recuerdos-,
con un apretón de manos.
Así transcurre un cotidiano paseo.
Es entonces cuando regreso a casa,
le doy vuelta a la llave
y comprendo al ver a mi Kika,
el porqué de sus ojos cansados,
su piel arrugada
y el inexorable paso del tiempo.
Pero aún queda su maravillosa sonrisa.