
Ahora que se cerraron las minas de carbón y León se queda sin mineros, a mi recuerdo acuden los días de idas y venidas de aquellos hombres, entre ellos mi padre, que arrancaban el mineral en los pozos del concejo. Junto a la vida de la mina, bullía y se apagaba la de los mineros atacados por la silicosis. Era la epidemia del hambre y la necesidad. Picar más y más deprisa, con barrenos, picos y palas y, si hacía falta, con las manos. Y respirar el aire viciado del polvo de la hulla y el grisú.
Porque, como lo primero que Victoriano Crémer descubrió, el carbón es negro. Y la situación acabó en una alta nómina de bajas por enfermedad que el médico de La Pola de Gordón atendía. La empresa envió a la consulta a un representante cualificado para preguntarle al médico el porqué de tanta baja laboral y cuál era la situación de los presuntos enfermos, por si podían –y debían- volver al trabajo. El médico le miró a los ojos, y tras un breve silencio, le espetó:
-Tiene usted razón; enfermos, lo que se dice enfermos, sólo tengo uno que podría volver a la mina. Los demás sólo son despojos humanos.
Junto al transcurrir de las largas jornadas y las condiciones precarias del trabajo, también se contaban historias con mayor o menor gracia que reflejaban, en cierto modo, la realidad. Una de ellas hablaba de un guaje que en los años 40, los llamados años del hambre tras la catástrofe de la guerra civil, solía ir a la mina para llevarle la comida a su padre. Aquel día, su madre le entregó una tartera en la que había puesto un pobre guiso de carne, y el guaje marchó hasta la mina y cuando llegó a donde estaba su padre rompió a llorar diciendo: ¡Ay, padre, qué disgusto más grande! - ¿Pues qué pasó?- inquirió el padre sorprendido- Que venía corriendo para llegar pronto y caí por el camino, se cayó la tartera con la comida y sólo conseguí atropar el caldo- repuso el rapaz entre hipos.
De la historia no se contaba el final ni lo que le ocurrió al hijo, dejando a la imaginación de cada cual el dar crédito o no al accidente y sus explicaciones, así como a la reacción del padre.
Como guaje gordonés que fui una década más tarde, ya en los años 50, todavía con la memoria del hambre, el silencio espeso sobre muchos temas a causa de la pasada guerra civil, el miedo, y las estrecheces económicas que llegarían hasta bien entrada la década de los 60, y como hijo de minero, siempre le di vueltas a la historia y su final. Puedo pensar así que este padre secaría con la ternura de sus manos duras y ennegrecidas las lágrimas del rapaz y, mirándolo fijamente, en silencio, sorbería poco a poco el caldo del día, antes de devolverle la tartera al hijo, pensando que ojalá él pudiera escapar a “la negra” cuando se hiciese mayor, y que se tragaría las lágrimas que, aunque no alimentan, el aguantarlas le daría el poco de orgullo necesario para sobrellevar humanamente con dignidad la situación.
No tuve que llevar nunca la tartera a mi padre; él la llevaba, escasa de casi todo para que en casa hubiera más de casi nada.
González Alonso