Nuestro más íntimo ocaso
Publicado: Sab, 01 Jun 2019 20:48
NUESTRO MÁS ÍNTIMO OCASO
Estaba pedaleando en mi triciclo
de faritos azules
cuando mi abuela salió a la veranda, se detuvo,
y voló su mirada hasta encontrar la de mi madre.
Aquella tarde todos se abrazaron
como se abrazan los finales.
Era verano, las libélulas agitaban sus papiros
y el estanque era un océano
esperando la nave de un corsario.
Fue la primera vez que supe de la tristeza
en la mirada de un hombre.
Muchos años después
estaba paseando con mi hermana.
Recuerdo que nevaba como nunca.
Era en esas fechas en que la gente
se saluda por la calle como si se conociera
y los cláxones y los escaparates son seres amables.
Girasoles blancos se posaban en las prendas
de esa humanidad predispuesta a la felicidad
cuando una llamada lo apagó todo...
Pegado al ventanuco de un avión
el bellísimo trazo de una estrella fugaz
me confirmó el desastre de mi vida.
Aquel niño que fui, aquella noche,
se bajó del triciclo
y comenzó a caminar desnudo ante el mundo
sobre un espeso manto de nieve.
Después, se sucedieron otras tantas estrellas fugaces
cumpliendo con la inexorable pauta natural.
Pero la insoportable y tremenda paradoja
es que a pesar de todos los vacíos,
a pesar de no haber olvidado al niño del triciclo
—y aquí juró que nunca lo haré—
ayer amanecí pronto, trabajé, me duché,
al salir del portal me recibió un cielo azul de primavera,
reñí a mis hijos, los llevé al colegio, un gorrión
picoteaba la mano de una anciana, un café de trago,
trabajé, comí, me llegaron como siempre
—a la hora de siempre— los correos
de préstamos gratuitos, ofertas de rólex,
viagra y pastillas para dormir…, y a última hora
la llamada de esa gente tan amable y pertinaz de vodafone.
Y ya entrada la noche llegué a casa para el rutinario paripé
de cubrir a los niños ya dormidos
a una lágrima de cocodrillo de soltar aquello de
«lo hago por vosotros».
Arropé con un beso a mi compañera,
apagué las luces, encendí la tele y me dormí
al compás de una oferta de cuchillos del teletienda
sabiendo que mañana era martes
y recitaba con mi querido amigo Camilo.
El brillo de mi consciencia duró
lo que se tarda en leer:
«un cielo azul, un gorrión, una anciana, un beso
y un sueño en Libertad».
Y es que a pesar de los pesares,
maldita sea,
el tiempo endurece el corazón
hasta que, llegado el momento, se ablanda…,
como lo hizo el corazón de la madre
que encabeza estos versos.
Corazón blando, corazón de otoño,
cuando me dices: «cómo pasa el tiempo»
lo dices con el timbre de quien lo comprende todo,
y no es tristeza, es levedad, es la fruta madura del ser
que se desnuda y se entrega a uno mismo
suspendida en la calma de su tallo.
Ese momento llega
cuando la vida celebra el fin de su carnaval
y la pita florece majestuosa en nuestro pecho
mientras aquellos vacíos que fueron de plomo
se vacían sin reclamar nada a cambio
disolviéndose en esa paz del amanecer
que nos regala
nuestro más íntimo ocaso.
Kalkbadan
En Madrid, a 31 de mayo de 2019
Estaba pedaleando en mi triciclo
de faritos azules
cuando mi abuela salió a la veranda, se detuvo,
y voló su mirada hasta encontrar la de mi madre.
Aquella tarde todos se abrazaron
como se abrazan los finales.
Era verano, las libélulas agitaban sus papiros
y el estanque era un océano
esperando la nave de un corsario.
Fue la primera vez que supe de la tristeza
en la mirada de un hombre.
Muchos años después
estaba paseando con mi hermana.
Recuerdo que nevaba como nunca.
Era en esas fechas en que la gente
se saluda por la calle como si se conociera
y los cláxones y los escaparates son seres amables.
Girasoles blancos se posaban en las prendas
de esa humanidad predispuesta a la felicidad
cuando una llamada lo apagó todo...
Pegado al ventanuco de un avión
el bellísimo trazo de una estrella fugaz
me confirmó el desastre de mi vida.
Aquel niño que fui, aquella noche,
se bajó del triciclo
y comenzó a caminar desnudo ante el mundo
sobre un espeso manto de nieve.
Después, se sucedieron otras tantas estrellas fugaces
cumpliendo con la inexorable pauta natural.
Pero la insoportable y tremenda paradoja
es que a pesar de todos los vacíos,
a pesar de no haber olvidado al niño del triciclo
—y aquí juró que nunca lo haré—
ayer amanecí pronto, trabajé, me duché,
al salir del portal me recibió un cielo azul de primavera,
reñí a mis hijos, los llevé al colegio, un gorrión
picoteaba la mano de una anciana, un café de trago,
trabajé, comí, me llegaron como siempre
—a la hora de siempre— los correos
de préstamos gratuitos, ofertas de rólex,
viagra y pastillas para dormir…, y a última hora
la llamada de esa gente tan amable y pertinaz de vodafone.
Y ya entrada la noche llegué a casa para el rutinario paripé
de cubrir a los niños ya dormidos
a una lágrima de cocodrillo de soltar aquello de
«lo hago por vosotros».
Arropé con un beso a mi compañera,
apagué las luces, encendí la tele y me dormí
al compás de una oferta de cuchillos del teletienda
sabiendo que mañana era martes
y recitaba con mi querido amigo Camilo.
El brillo de mi consciencia duró
lo que se tarda en leer:
«un cielo azul, un gorrión, una anciana, un beso
y un sueño en Libertad».
Y es que a pesar de los pesares,
maldita sea,
el tiempo endurece el corazón
hasta que, llegado el momento, se ablanda…,
como lo hizo el corazón de la madre
que encabeza estos versos.
Corazón blando, corazón de otoño,
cuando me dices: «cómo pasa el tiempo»
lo dices con el timbre de quien lo comprende todo,
y no es tristeza, es levedad, es la fruta madura del ser
que se desnuda y se entrega a uno mismo
suspendida en la calma de su tallo.
Ese momento llega
cuando la vida celebra el fin de su carnaval
y la pita florece majestuosa en nuestro pecho
mientras aquellos vacíos que fueron de plomo
se vacían sin reclamar nada a cambio
disolviéndose en esa paz del amanecer
que nos regala
nuestro más íntimo ocaso.
Kalkbadan
En Madrid, a 31 de mayo de 2019