Al ceder la sequía,
luego de que las nubes se van precipitando,
me traes la visión serena de la sed con el canto del viento:
la certidumbre de encontrar el límite sutil
donde el hastío da lugar a la emoción;
el polvo, al agua; la prosa, a la poesía.
Y entonces puedo componer los versos que te inventan
en una cita furtiva en la ciudad de Buenos Aires
para amar la riqueza de tu espíritu y tu cuerpo femenino.
Insoportable a veces me resulta
(aunque mantengo leales todos mis sueños de este mundo)
observar el crimen del tiempo,
vivir en el silencio obligatorio de la noche vacía,
entregado a los ásperos recuerdos carentes de ti,
mientras las rosas de la vida abren sus pétalos hirientes
en susurros que estremecen.
Estoy confuso, como quien va encontrando las hebras del olvido
pero no quiere desprenderse de la lealtad a su recuerdo.
Confuso, porque quizás un hombre estuvo amándote
cuando yo desesperaba pensando en conocerte.
Abandonar el claustro de tu amor me alivia:
espero que la luna retorne a difundir su eternidad
sobre nuestras falsas metas, antes de despertarnos
y sentir que la soledad se ha callado para siempre.
En mis visiones trasnochadas recupero la canción
de los que aman sus cenizas. Y sin saberlo, tú me sonríes.
Fallé en llegar a ti a su debido tiempo, cuando el mundo bailaba
y tú visitabas las noches bohemias disfrazada de borracha.
Pero ¿cómo podía saber yo de tu empatía hacia mi alma?,
¿cómo podía saber del amor que te inspiraba imaginarme?
Yo solo era un hombre sin figura y sin rostro,
alguien que para ti no era todavía.
Mirando en mi ventana ya no veo coches ni gente;
solo, un peregrino mendigando
las vivencias que nunca fueron pero percibe que lo habitan.
¿Has visto alguna vez caer la lluvia
sobre la tierra cuarteada en la sequía
y en la mesa enfriándose el té?
¿Has oído esa misma lluvia desde tu cama tibia,
mientras soñabas que alguien, llegando a tu soledad,
ocupaba ese espacio que tanteabas como una amante ciega?
¡Ah, si yo pudiese arrancar las pieles del tiempo y encontrarte
con aquella mirada trasmitiendo la dicha que pude haber sentido!
¡Ah, si yo hubiese disipado la niebla de la calle
que conducía hasta tus brazos y a tus mágicas charlas!
¡Ah, si yo tan solo me hubiera derramado a mi destino!
El mundo es de los conquistadores, para los locos
que vierten en hazañas las ansias de sus corazones,
y yo solo soy el del cuarto solitario, el hombre taciturno.
Hoy me consuela amarte como a la musa
que inspiran estos versos en mi vacío corazón.
No soy lo que hubiera querido ser: el que atravesó mares y tormentas
para recostarse a tu lado con la calma de no haberte perdido.
En tal certeza, ahora puedes saber que no me abruma la sequía
sino las gotas aceradas de la tempestad que caerá sobre nosotros.