de una manera antigua que se me hizo extraña,
cuando advertí en sus ojos
que eras tú quien reías y llorabas, y llorabas
como si volvieras
a otros escenarios del recuerdo
y arrancaras a Marianne
de la suave marea que aún mece su isla
para decirle adiós riendo entre lágrimas.
cuando todo se ha perdido,
cuando agonizan las calles atormentadas de Hydra
y se apagan las farolas porque se levantan los postes
con la lentitud del abandono
y no hay sueño que anide en los cables
o se arrastre por la tierra que sigue esperando
su pavimento y sus aceras.
Una canción permanece mientras haya alguien
que quiera escucharla,
un salmo si lo escribe un refugiado
en unos labios que mantengan la ruptura de su promesa
o un templo con tus mórbidas columnas
que haya querido ser profanado con toda su alma
y se sostiene en la luz crepuscular mientras se derrumba
para acariciar sus ruinas en la oscura colina
por la que nunca caminaron los dioses.
Aquí estoy, yendo de las flores al silencio
capturado por el instante de una fotografía
que olvidó, al revelarse, que tú no estabas,
en las ramas de la inconsciencia advertida
sin saber descender al suelo de tu enigma telúrico
que aún juega con la golondrina que se adentró en el cielo
oculto por la niebla que derramaste
en el último tugurio del puerto donde soñaba
una guitarra mientras la vida se detenía
para escucharte y contemplar las sienes de tu olvido.
Aquí estoy con un lápiz y un sombrero,
esperando que llegue la magia al papel,
desierto, sin espejo ni destino,
navegando en la resaca que me dejó la marca
permanente de tu piel en los pasillos,
edificando un sentido rítmico
con acordes que pasaron por mis manos y no pudimos
pronunciarlos mientras cantabas el himno
que atenuaba nuestra culpa
por haber dado la espalda a los edificios que alentaban
el aullido que había salido a la calle
y llevaban escrito en sus paredes la rabia
de haber dejado escapar los poemas
perdidos en las manifestaciones.
en una habitación cerrada
para pergeñar en el humo el primer sentimiento
que desencadene en un poema sin luz
que termine en tus brazos para desterrar el miedo,
quien transita ansioso por los caminos abiertos
en tu memoria adolescente,
quien no podrá sentir nunca más la tristeza
de tus ojos de levante altivo
mientras te refugias en los espigones de los besos
para que no sea borrado tu nombre de las piedras
por el tiempo y el mar, soy quien sobrevuela
la belleza resplandeciente de tu rostro
cuando amanece confuso y maquillado
en la cabecera de la cama que algunas noches
y tantas mañanas se adueñó de nuestros cuerpos,
quien huye del amor
porque desea sentirlo siempre
como si acabáramos de conocernos cada vez que nos miramos,
y nunca hubiera escuchado el latido nervioso
y penetrante de tu pecho,
la libertad gritando en tus entrañas,
ahora que ya no sientes resquemor por las cartas
que nunca me escribiste,
que dejo que se apague mi desesperación
en las serpientes de tierra que recorríamos
entre el licor, los candelabros y el rumor
de los embarcaderos que aún lloran
sobre las palabras que sostenían tu camisa
y perseguían tu huella,
que ya no saben en qué cajón
guardé la cinta de tu pelo,
el candor de tu vestido de los viernes,
que vagan por la orilla de la ensenada que se pierde dos veces al día
atravesada por la voracidad de la canción de las mareas,
que ya no saben cómo era tu acento
ni pronuncian en tu mirada el nombre de la isla,
ni la ternura de la tarde en que nos encontramos
y tú te habías entregado a la amargura de una lágrima.