Déjame escuchar las palabras de amor
que no supieron aflorar desde tu silencio
en las horas más tristes, cuando más las necesitaba,
los poemas abandonados en la calle
por donde nadie pasa en estos días,
déjame recordarte por encima de todos los fracasos
en el último templo que quede de la arrogancia ante la vida,
en tu primer deseo perdido entre los árboles,
en la carta apasionada de un muchacho confundido
que nunca te olvidó entre los muertos
y vive en tu memoria.
No tuvo tiempo de matar, como deseaba fervientemente, por culpa de un estúpido accidente de tráfico, a la niña que se llamaba Evangelina Sobredo y creía en un Dios severo al que rezaba cada noche antes de cerrar los ojos con más miedo que devoción, con más desconfianza por su omnipotencia que respeto venerable por su mirada comprensiva e indulgente. Pero como reconoce en “Cuando era pequeña” pudo ser feliz a pesar de la oposición de Dios y las costumbres incompatibles con las ansias de libertad de su espíritu.
Pero mantuvo gustosa a la Eva que firmaba sus canciones y tenía el mismo apellido que la niña que se entregó a Cristo cuando hizo la comunión, aquella que dominaba el inglés a consecuencia de viajar constantemente por el mundo a causa del oficio de su padre; compuso y cantó varias canciones en este idioma, particularmente pienso que se encuentran entre lo menos brillante de su autora, su primer álbum habría sido mejor si todas las canciones hubieran sido cantadas en castellano.
La mayoría de los españoles recuerda a la hija de un diplomático por una canción agradable y tierna que, desde mi rincón, poco dado a rendirle culto a la seriedad solemne de la clase acomodada de la España provinciana de aquellos días, no alcanza a ver, ni de lejos, la excelencia de sus mejores canciones, a pesar de ser una buena canción.
Un ramito de violetas no tiene la profundidad terrible de la apología del suicidio consentido, como diría Manuel Machado “que la vida se dé la pena de matarme” ante la constatación de que las personas sensibles apenas pueden hablar con el ruido de la vida cotidiana ya que apenas quedan sentimentales para compartir las emociones en "Si no fuera porque", la melancolía de un examen de conciencia exigente de "Con los ojos en paz" en la que pone en duda el trágico destino de la moral del poeta cuando se pliega a la vulgaridad y los halagos sustentados en las buenas costumbres o la tristeza nostálgica ante la muerte de un amor porque la evolución vital de los amantes les ha convertido en dos desconocidos de "Tuvimos algo tan bello", en fin, el nihilismo rebelde, delicado y sentimental de "Nada de nada". Ésta última fue la primera canción que escuché de Cecilia, fue en el Siete Colinas y era dentro de un documental que durante media hora repasaba el panorama musical de la música española del momento, llamada ligera con poca consideración. Había excelentes canciones, pero ninguna me gustó tanto como la de Cecilia, nombre que adoptó como homenaje a Simon y Garfunkel.
Pero tiene, apenas compuso canciones de las que no se pueda destacar algo, la rebeldía paradójica de quien acepta interpretar su papel en la vida, mientras roba a ratos perdidos la oportunidad de soñar que le ha puesto delante de los ojos un destino anónimo que se acuerda de los tiernos que llevarán a la fosa sus costumbres sostenidas por un entorno asfixiante que se opone a la alegría.
Quizás nadie advierte al hablar de esta canción que se sustenta en una infidelidad de pensamiento, casi de igual calado a la que atormenta a Joyce cuando resucita el recuerdo de los muertos y habla de la persistencia emocional de un poeta adolescente para oponerla a la rutina de una sociedad tradicionalista marcada por el Catolicismo más riguroso y la dominación británica.