No pienso en nadie en concreto cuando escribo de amor, como un fakir en una cama de agua.
Mi pajar es de agujas, mi granero, de avispas, mis muebles de carcoma, y aun así
me enveneno cada vez que sueño.
Llega la primavera con el primer sol de abril, calor añil, o luz en un candil.
Mi escritorio no tiene flexo, mi cuerpo es solo un solo.
La luz artificial no renueva mis pretextos, pero en cada mirada veo que pasa el viento.
Que si mi poesía es sutil o sublime, humilde o fantasiosa.
Aún no he logrado parar el tiempo para adjetivarte.
A quién nombro cuando te memorizo.
En qué océano se baña la orilla de mi isla, o qué quebrada separa tus senos.
Son palabras, qué más da si bellas, puras, inocentes o pías.
Serás siempre ese pájaro que prefiero volando,
mis primeros novillos en clases de papiroflexia,
la dislexia de la que presumo cuando dibujas un corazón en mi ventana,
la ceguera en tu espalda llena de latigazos, de ésos que te tatúas cada vez que fracasas en el arte del hombre,
soy esa pesadilla que no tiene principio, ni me hace coronar el monte Calvario,
soy el tiempo profundamente triste, tan profundo que insiste sin pilas,
y apilé corazones hasta llegar al cielo, donde el destino me dijo algo,
lo único que no recuerdo,
quizá que completarás mi alma,
quizá,
quizá,
quizá…
O que haga memoria.
Y llego a mi cuaderno plagado de…
cómos decirtes ques tes amos.
Y levanto la vista hasta la lágrima, lámpara que cuelga de un cielo rugoso y amarillento, y no encuentro un día de sol y nubes.
Sigue siendo insondable aunque llegue a tocarlo con los dedos.