
No lo enseñas, pero no eres la misma. Sigues usando ese pintalabios fuego que encendía tu sombra de 20 años, y que creó una platea de pupilas al borde de una vida que corría, tan deprisa.
Demasiado deprisa cuando se trata de uno, que solo avanza, de ti, buscando tu página en el libro de los días.
Sin tanto que soñar, sin tanto que imaginar, sin que el amor diga aun si quiere pararse en tu ventana abierta. Y lo intentas, una y otra vez, aunque te digas que no estas lista.
Y tantos viajes.
Y ya ves, aquí sigues, esperando la calma, buscando la manera, trazando líneas confusas, descarnando ideas mal ejecutadas a los resquicios de los días.
No siempre, sabes, hay nieve en las cumbres. A veces hay tan solo una escarcha dulce, casi cálida, que se desliza como un domingo silencioso, hacia la velocidad de la rutina.
No creas que estoy ausente. Que no te pienso. Que no sigo persiguiendo la luz que se precipita de tus esquivos ojos, la miel de tu boca de la que caen como olas un sinfín de voces desnudas a este puerto que es dársena abierta hacia los continentes que te nombran.
Arde la vida, a este lado, en esta inmensidad opaca de imaginar tu piel resbalando entre las costuras del tiempo.
Mi voz, tan sólo, la de uno de tantos, la de aquel que no te ha hablado aún, la de cualquiera que te espera, la de uno de los que encontraste, otro hombre más, quizás el único, como tú, alguien que no ha sabido cruzarse y que hoy te habla, desde estas líneas que nunca escribió, que quizás sean más suyas que mías.
Tomando el pulso, desde lejos, quizás un día contemplemos la magia que resta en ese beso no dado, en la niebla que te nace cuando te lanzas al huidizo destino, invisible.