(De mi libro “La otra cara de Jano”)
Había en mi casa, muy cerca de la entrada, una pequeña habitación que mis padres la utilizaban como biblioteca y sala de lectura y reflexión, amueblada con un perchero, varias sillas, una mesa camilla con tarima y faldón, un cuadro con el rostro y la bendición de Su Santidad, algunos platos cordobeses de colgar y un robusto tresillo, tapizado con una tela de raso, estampada con motivos verdes y amarillos… aparte de unas repisas hechas con ladrillos y una chimenea, que debía ser de adorno porque nunca funcionó… que mis padres la tenían cerrada a cal y canto para protegerla de los bárbaros ataques que yo le solía asestar con la finalidad de deshojar sus libros y revistas… y que, a pesar de esta protección -utilizando un montón de estratagemas y argucias-, burlaba de cuando en cuando, para, una vez adentro, con mis manos en la cabeza -y la mirada perdida-, exclamar: “¡Oh Dios Santo, cuántos libros y hojas de papel!”…
Con las hojas que arrancaba -ilustradas normalmente con motivos religiosos-, me solía hacer un montón de aviones de distintas clases: unos de guerra, con las alas recortadas y dobladas hacia arriba, otros muy grandes y pesados, como los de carga y pasajeros, y algunos, como alas deltas, aplanados y picudos… y los lanzaba con todas mis fuerzas hacia arriba, para ver cómo surcaban el cielo silenciosos e impasibles, mostrando orgullosos en sus alas y en el lomo, la litografía, con la representación del puente de los Diez Mandamientos, tendido sobre el río tenebroso del pecado, lleno de acechantes cocodrilos y demonios, la de San Pedro y San Pablo, la de San Esteban, la de Santa Águeda y Santa Inés, la de Santa Perpetua y Felicitas, la del santo Job, la del pobre Jonás, -acuclillado dentro de la boca del inmenso pez- y la de todos los Santos de la Santa Madre Iglesia habidos y por haber… ¡Qué pasada madre mía!...
¿Os imagináis a San Agustín planeando por encima de la higuera… a Lucifer -con su tridente, sus cuernos retorcidos, su pérfida mirada y su asqueroso rabo-, sorteando a las gallinas, a los pollos y los pavos… a Moisés, con su barba blanca, sus haces de luz en la cabeza y las Tablas de la Ley apoyadas sobre su cadera y un brazo, o a San Sebastián -malherido por las flechas-, planeando sin control, a punto de chocar con la piquera del palomar, o con el alar del tejado?..
¡Oh, qué maravilloso, os aseguro que era un auténtico espectáculo!