Noviembre
Publicado: Sab, 26 Ago 2017 0:29
Dejaré de tomar cerveza en noviembre
al lado del mar.
No hay nada peor que mirar las olas
que se desfiguran una a la otra
y sólo queda un cordón de espuma verdiblanca
infinito e ineficaz
como las ganas de masturbarse sin propósito,
que suele cambiar de madrugadas
con la desenvoltura de una mujer que ya no tiene razones para amar
y llena su bolso de muñecos eléctricos
y de palillos de sushi.
Cuando la vi, el horizonte enredado en su pelo,
los tiburones comenzaban acercarse a la playa
en números impares
y sus espaldas brillaban como un filón de plomo
sumergido en aceite.
Concentrados en la arena del temor
los nombres tibios de la materia
alcanzaban impredecibles rasgos de vanidad.
El camarero apareció con la cabeza nevada
y una cuenta de crepúsculos deshabitados
y me dijo que lo habían encerrado en el frigorífico
pero yo supe que había que tocar a la puerta de otros infiernos,
que los tiburones no iban a quedarse mucho en la orilla
y ella aún intentaba saber el color de todas las olas
con el cabello enredado en el horizonte
y sostenida por las frases más ambiguas
de los que estábamos en el bar
y confundíamos la pubertad de esa mañana cualquiera
con nuestros trozos de alma
como algas atrapadas en noviembre.
al lado del mar.
No hay nada peor que mirar las olas
que se desfiguran una a la otra
y sólo queda un cordón de espuma verdiblanca
infinito e ineficaz
como las ganas de masturbarse sin propósito,
que suele cambiar de madrugadas
con la desenvoltura de una mujer que ya no tiene razones para amar
y llena su bolso de muñecos eléctricos
y de palillos de sushi.
Cuando la vi, el horizonte enredado en su pelo,
los tiburones comenzaban acercarse a la playa
en números impares
y sus espaldas brillaban como un filón de plomo
sumergido en aceite.
Concentrados en la arena del temor
los nombres tibios de la materia
alcanzaban impredecibles rasgos de vanidad.
El camarero apareció con la cabeza nevada
y una cuenta de crepúsculos deshabitados
y me dijo que lo habían encerrado en el frigorífico
pero yo supe que había que tocar a la puerta de otros infiernos,
que los tiburones no iban a quedarse mucho en la orilla
y ella aún intentaba saber el color de todas las olas
con el cabello enredado en el horizonte
y sostenida por las frases más ambiguas
de los que estábamos en el bar
y confundíamos la pubertad de esa mañana cualquiera
con nuestros trozos de alma
como algas atrapadas en noviembre.