Eres mal visto por una lengua errática que asemeja cristales de luna bajo arrecifes de coral. No es cierto que hubiera un tiempo de vides, y extensas aceitunas levantando la alfombra de la nieve, como si acaso fuera posible desenterrar las columnas, inamovibles al ruido de cacerolas, pucheros u otros enseres dedicados a la cocina; con la carne cruda colgando de los pezones, y las agujas midiendo el pulso del diafragma mientras la belleza -agazapada entre las ruinas- trama un paraíso perdido.
No hay manera de detener un nombre propio, pero repite conmigo una distancia, y rómpete, definitivamente, en tus propias manos. Los restos que queden de ti son tu bien más preciado. Imagina que fácil es caminar y que de repente caiga un ojo, cuando no una oreja. Qué metáfora más hermosa recoger el ojo derecho mientras cae el izquierdo, o bien, aguantar la oreja derecha y escuchar la suave caída de tu nariz. Y echarte los pies al hombro y descubrir que tu boca sigue quieta, que ni siquiera se movió, conmovida por plumas que pintorrean los labios, humedeciendo la corriente que calcifica los huesos.
Ser momia antes de ser enterrado. Regalarte acertijo, siempre a punto de ser descubierto, pero por los azares absuelto: roca pulverizada o embebido mineral.
Te reto a encontrar el latido azul de un corazón mientras hundes tus manos en mi pecho.
Nos hallaremos en la partición del olivo, una vez encendida la chimenea, nos replicaremos por los libros de historia, y una mentira será la dulce esperanza. Encenderemos las velas y seremos hermosos y tan inocentes como la parafina. Ahítos de viajar por los continentes, comprimiremos la distancia, como si fuéramos pastillas, eructando, increparemos a las brujas por los alfabetos.
Cuando escarbes en tu nariz y dejes de buscar petróleo, seremos el mismo aceite. Y puede pasar que vuelva la fiebre aún con más insistencia y no sea suficiente el mercurio, y arda hasta el mismo demonio.
Mi querido niño idiota, revélate aún más idiota si cabe, y todavía más zurdo si tuvieras que partir los espacios vacíos: la distancia entre una u otra palabra. Si llegas a encontrarme resbalando por el vidrio, como un moco pegado a un caracol, quiero que acaricies mis antenas. Si me escuchas de verdad, habla en voz queda para deshacer la concha.
Pon este silencio patas arriba y no dejes que se haga una bola la cochinilla. Ingiere en vaso limpio la palpitación del mercurio; arráncale todos los números con la línea roja de tu lengua idiotizada. Tírate en plancha desde las axilas, colgado por los pelos -bichito más travieso que el demonio-.
Aún eres la baba inmadura, sostienes en tu pico la guirnalda y una cesta de saliva, repleta de círculos perfectos. Y me escribes sin pena ni gloria, tampoco escrúpulos.
Siempre en el epicentro de la granada, a punto de explotar, sujeto una boca inconcebible y te alimento con la cuchara de aluminio.
Tiemblan los abedules, a punto ya de cagarse en todos tus muertos, pero aplasto aún más las vertebras del cielo para que te llegue el resplandor de mis latidos.
Imprimo un corazón en el tallo preciso de la mancha: poema escrito por otros
plenitud y alegoría
por toda sangre.