Cae por la pradera un lienzo suave de jilgueros
sobre una paleta viva de verduzcos pigmentos, sedosos, que se difuminan
de dorados a turquesas, dejando al aire esporas de sosiego
que liberan mis pasos hacia el lago cercano.
Serpentea ligera la pendiente tras la altiva muralla,
y me alejo, como lo hacen mis ojos fundiéndose pardos con los caminos,
dejando mi cuerpo balanceándose en la brisa
que me lleva, complaciente
como una mano enamorada, acariciando el rostro amante de la tierra.
Y de pronto, la campiña se desangra
me habla con sus venas abiertas, y su lengua
se enreda en mi bajada, con sus labios
de diminutas hogueras encendidas, despertando al pasto fresco,
mostrando su paladar que saborea el trepar de mi alma.
Y su voz me quema:
“coquelicot” –me digo-, rojas letras, que al viento susurro…
¡y crepitan!, coreografía incandescente,
coquelicot… corazonada
como de olas carmesí
por las que me deslizo
hacia cualquier pedazo de paraíso inesperado
que late en el horizonte de la vida.
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