Cuencas de ciervo (segunda carta a Nayibe)
Publicado: Mar, 03 May 2016 21:29
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Había en ti una falta de paz,
lo notaba en la comida que preparabas,
había un exceso de limpieza en la cocina,
tu cabello recogido
como las cosas que permanecen absurdas
después de la noche,
a veces me arrastrabas a los mercados
pero no sabías qué comprar
y mirabas una caja de tomates en la lluvia
y pasaban las horas desprendidas de sí mismas
como la sombra de un pájaro muerto en el vuelo.
Se volvía tu labial un mudo concierto
de arpas.
El vendedor de velas elegía al azar su cuerpo
de entre los cuerpos que paseaban por el acantilado
y los perros elegían su ladrido
de entre las rosas que permanecían debajo de la farola del odio.
La ciudad se quedaba sin luz,
las leyes del comunismo atravesaban nuestras lenguas y nuestros ojos
para volverse resignación.
Tenías una entera colección de velas, de diferentes tamaños,
velas para hormigas que pisan la oscuridad
y se vuelven pulgar de la ignorancia,
velas para los que mueren entre colinas
que nunca se derriten;
velas para hijos de muertos
a los que les fallece un poema por segundo
en la boca,
velas en forma de candado
para los bisontes que no saben respirar.
La nube de nuestras tarjetas de crédito,
que nunca llovía,
era vivir en una casa de cinco habitaciones,
frente al mar.
¿Es eso lo que requiere el olvido?
Venían los magos con guantes de caucho
y decían mira qué cabello más lindo tiene tu mujer,
mira a tu hija que tiene el cabello más largo que la soledad,
infinitamente más largo,
mira el cabello de tu madre
que es letra de abismo, mira el cabello de víboras del amor verdadero
y aprende a lavarlo sin que hieras a los cuervos, aprende que los cuervos son una vértebra del alma.
A veces te decía en los domingos que el metro no funcionaba,
para no tener que llevarte a esa parte de Londres donde no existían los domingos.
A veces todo es una cicatriz, como pirañas del alba.
Y no dan ganas de despertar.
Dan ganas de tener cuencas de ciervo.
Había en ti una falta de paz,
lo notaba en la comida que preparabas,
había un exceso de limpieza en la cocina,
tu cabello recogido
como las cosas que permanecen absurdas
después de la noche,
a veces me arrastrabas a los mercados
pero no sabías qué comprar
y mirabas una caja de tomates en la lluvia
y pasaban las horas desprendidas de sí mismas
como la sombra de un pájaro muerto en el vuelo.
Se volvía tu labial un mudo concierto
de arpas.
El vendedor de velas elegía al azar su cuerpo
de entre los cuerpos que paseaban por el acantilado
y los perros elegían su ladrido
de entre las rosas que permanecían debajo de la farola del odio.
La ciudad se quedaba sin luz,
las leyes del comunismo atravesaban nuestras lenguas y nuestros ojos
para volverse resignación.
Tenías una entera colección de velas, de diferentes tamaños,
velas para hormigas que pisan la oscuridad
y se vuelven pulgar de la ignorancia,
velas para los que mueren entre colinas
que nunca se derriten;
velas para hijos de muertos
a los que les fallece un poema por segundo
en la boca,
velas en forma de candado
para los bisontes que no saben respirar.
La nube de nuestras tarjetas de crédito,
que nunca llovía,
era vivir en una casa de cinco habitaciones,
frente al mar.
¿Es eso lo que requiere el olvido?
Venían los magos con guantes de caucho
y decían mira qué cabello más lindo tiene tu mujer,
mira a tu hija que tiene el cabello más largo que la soledad,
infinitamente más largo,
mira el cabello de tu madre
que es letra de abismo, mira el cabello de víboras del amor verdadero
y aprende a lavarlo sin que hieras a los cuervos, aprende que los cuervos son una vértebra del alma.
A veces te decía en los domingos que el metro no funcionaba,
para no tener que llevarte a esa parte de Londres donde no existían los domingos.
A veces todo es una cicatriz, como pirañas del alba.
Y no dan ganas de despertar.
Dan ganas de tener cuencas de ciervo.