© Blanca Sandino "Indah" -El día menos pensado-
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© Blanca Sandino "Indah" -El día menos pensado-
Un regalo de Navidad escrito por nuestra Blanca Sandino en diciembre de 2001
Felicidades guajina, allá donde estés te envío mi recuerdo y mi abrazo.
Indah
10/12/01
-El día menos pensado-
Alicia estaba alterada, nerviosa, y feliz. Por primera vez sus ojos
alcanzaban a ver el Belén que cada año sus padres y sus hermanos
colocaban, mientras que ella se enfurruñaba y hacía pucheros porque no le
permitían poner ninguna de las figuras.
-¡Son de barro, Alicia, y son irremplazables! -aullaba su hermano
Julio, "niño-Anaya" como le llamaba Marta, su otra hermana, en cuanto veía
aparecer sus manitas-, ¿es que no lo ves?
Ella no lo veía, ¿qué iba a ver? Únicamente cuando su padre la cogía en
brazos, o la aupaba un poquito. Por eso, cuando se sabía a una altura
considerable del suelo, procurando que nadie la viera, le sacaba la lengua
a Julio al tiempo que achicaba sus ojos todo lo que podía para que nadie
descubriera aquel brillo que, según decía su madre, era señal de que había
hecho alguna trastada. Tampoco estaba segura de saber qué significaba
"irremplazable", quizá caro. Pero le daba lo mismo, ella tenía una caja
registradora chiquita llena de monedas y billetes y, si hacía falta, se los
daría.
Y así había sido desde que lo recordaba hasta que, por fin, había
llegado "el día menos pensado": el día que cumplió seis años. ¡Ya era mayor!
Su primera Navidad "de mayor", y la primera vez que, sin ayuda, podía ver
aquel Niño Jesús: "más bonito que un sol", como decía su padre; y el agua
de papel de aluminio, y la noria que daba vueltas y vueltas dejando caer
hilos brillantes; y a la lavandera arrodillada junto al río, y el puente por
el que cruzaban las ovejas, que aguantaba como podía para que éstas no se
cayeran sobre el cristal, que Marta había pintado con rotuladores de colores
en espera de que se arreglara, alguna vez, el mecanismo que hacía corre el
agua de verdad de la buena, aunque el cristal casi parecía un río. Y
podía contemplar las montañas de papel endurecido con engrudo que había
modelado y pintado Bob, un amigo de su abuelo. Bob, al que todos llamaban
el indiano, y que había vivido muchos años en aquella casa, también había
pintado el cielo, no mucho antes de que Alicia naciera -Marta se lo había
dicho- sobre papel continuo, ¡a saber que quería decir aquello! Pero fuese
lo que fuese, a ella le parecía precioso aquel papel lleno de estrellas que
brillaban incluso en donde no deberían: sobre el castillo de Herodes. No le
preocupaba desde que su padre aseguró que no ocurriría nada, porque alguien
tan malo como Herodes no podría salir del castillo, al menos en Navidad, ya
que los ángeles "menores" -así llamaba Julio a los que tenían
las alitas rotas o pegadas con pegamento- no se lo permitirían. Por las
montañas, que ocupaban, de extremo a extremo, todo el fondo de un rincón
debajo de la escalera, donde siempre se colocaba el Belén, había casas,
construidas también por Bob, de cartón o de maderitas, formando pequeñas
aldeucas desperdigadas por sus laderas. Su madre las colocaba, y sonreía
cuando le decía a su padre que, a pesar de lo feliz que decía haber
sido, el indiano nunca olvidó su Cuba del alma; y es que, alguna de las
casas, decía, más parecían de aquella tierra que de otro sitio; Alicia no
le recordaba. Decían que se había ido al cielo, pocos meses después de nacer
ella, a seguir pintando estrellas de las que se apagaban cuando se hacían
mayores.
-Niña, ¡te has quedado pasmá! Venga, ¡a dormir! Mañana tendrá tiempo de
embobarte todo lo que quieras.
La mano de Marta pasaba ante sus ojos tratando de sacarla de aquellos
pensamientos que, Alicia aún no lo sabía, le iban a acompañar el resto
de su vida, para después, coger la suya, y arrastrarla casi a la fuerza
hasta el dormitorio.
- Mami, ¿crees que si Bob... el indiano -repitió, le costaba trabajo
llamarle así-, no se hubiera ido al cielo a pintar estrellas, habría hecho
una figura para mí?
-Desde luego que la hubiera hecho -respondió su madre mientras que la
arropaba, y al tiempo que llenaba su cara de besos-, pero tú ya tienes una,
igual que tus hermanos.
-Pero, mami, ¿crees que si yo se le pidiera otra, me la haría? ¿Crees que
me la pintaría? ¿Lo crees?
-Sí, mi vida - su madre sonreía-, estoy segura de ello; me temo que nadie, y
menos Bob, podría negarte algo cuando tú te empeñas en conseguirlo-. Pero
piensa que no sería justo que tuvieras dos, ¿no te parece?
Alicia hizo un mohín. Cuando su madre decía la palabra "justo", ¡malo!,
aquello significaba un: sí, pero no. Suspiró sin protestar y, tras decir:
"hasta mañana", cerro los ojos con toda la fuerza que pudo. Segundos más
tarde, su cabeza se llenaba de figuras: los Reyes Magos montados en sus
camellos, y sus pajes, lujosamente vestidos, conduciéndolos por las
montañas. Pastores y ángeles, patos, ocas, gallinas y montones de otros
animalitos. Sobre ellos, una preciosa estrella que brillaba como si Bob la
repintara cada año, señalaba con sus manitas gordezuelas el camino que los
conduciría, sin pérdida, hasta el Portal. Junto a la forja, el herrero, que
al parecer no se había enterado de nada, levantaba y bajaba su brazo
golpeando un yunque. El ángel encargado de anunciar la Buena Nueva, sacudía
y ponía en orden su túnica color salmón, después de haber espolvoreado por
el bajo y el cinturón con el que se la ataba, minúsculos granos dorados
parecidos a los polvillos mágicos de Campanilla.
El valle se llenaba de voces, y del trasiego de unos y de otros; y
entre ellos, Alicia intentaba localizar la figurita que Bob había modelado
y pintado para ella: una niña en alpargatas, que se sujetaban a sus
piernas por medio de cintas trenzadas de muchos colores, vestida con una
falda roja, una blusa blanca y corpiño verde esmeralda, además de una
pañoleta en la cabeza. Por fin la encontró, allí estaba, donde el repelente
"niño-Anaya" la había colocado: cerca del pozo, entre un grupo de ocas, y
casi oculta por las ramas. Pensó en acercarla al portalito, pero
"irremplazable" sonó como una enorme amenaza en sus oídos.
-Estás muy lejos del Portal -le gritó colocando las manos alrededor de su
boca -. ¡Corre, sigue a la estrella, date prisa! Este año tú tienes que
llegar la primera. ¡Corre, corre!
La figurita, quizá porque alguno de los polvillos dorados y mágicos le
habían caído por encima, pareció cobrar vida, y empezó a correr. Y corrió
tanto, que adelantó a todos los demás, -incluso a un enorme grupo de
NavyTales, que son como los duendes chiquitos que viven en el pensamiento de
algunos escritores, pero que sólo aparecen en la época de Navidad-, hasta
que, casi sin aliento, se detuvo a la puerta del establo mirando de reojo a
Alicia, que daba palmas más feliz que nunca. ¡Sí, sí, sí! ¡Sería la primera
en llegar delante del Niño Jesús!, la primera; y mucho antes que la de
Julio y que la de Marta.
-¿Qué haces? -dijo algo sorprendida al ver que se detenía en la puerta.
¡Entra, corre, entra! ¿No ves que te alcanzarán?
-¡Chis¡ -la figurita, poniéndose un dedo en los labios, la mandó callar -,
¡mira lo que he encontrado! Alicia se inclinó mucho -todo lo que pudo-
hasta alcanzar a ver qué escondía entre sus manos. ¡Cachis, aquello era lo
malo de ser mayor!
-¡Un ratón!- exclamó casi sin poder creérselo-, ¡un ratón blanco! ¡Qué
bonito! Seguro que me lo ha hecho Bob. ¡Qué bien! !Lo que yo quería!
Vamos, vamos, ponlo encima de los pies del Niño Jesús.
Alicia hablaba y hablaba sin advertir que, o bien milagrosamente, o bien
porque había adelantado a los NavyTales, tenía el mismo tamaño que el resto
de las figuras.
- ¿No lo has pensando nunca? Yo sí. Mira, fíjate bien -dijo empujando a la
figurita, y señalando hacia el fondo del establo-; la mula y el buey le dan
calor, pero estoy segura de que no le llega a los pies. Seguro que no,
siempre los tiene helados, igual que yo.
Su figurita reía, divertidísima, imaginándose los pies de Alicia
completamente helados, al tiempo que, sin darse cuenta, abría demasiado las
manos, momento que aprovechó el ratón, que fingía dormir, para pegar
un brinco y correr a ocultarse entre la paja del establo.
-Oh, ¡se ha escapado!, ¡se ha escapado!
-Espera. Es muy pequeño, ya veras como entre las dos lo pillamos.
Así, mientras que la mula y el buey protestaban por las molestias que
les estaban causando, empezaron una agitada búsqueda por todos los rincones.
-Perdón, perdón -decía Alicia cuando, sin querer, tropezaba con alguno de
los animales, o al tiempo que movía su mano, a modo de saludo, cuando
pasaba por delante de La Virgen María o de San José.
Y la búsqueda prosiguió hasta que, de repente, se oyó un tremendo
¡crach cata crach! que las dejó paralizadas. Ninguna de las dos parecía
haberse dado cuenta de que, cuando Alicia estaba dentro del Portal, éste
parecía muy grande, pero cuando salía, el Belén se hacía pequeño, muy
pequeño. Y con tanto entrar y salir, y tanta carrera, el castillo de
Herodes estaba a punto de rodar montaña abajo.
-¡Ay! ¡Cuidado!, apartaos todos-. Gritó Alicia.
Tras encenderse la luz del salón, la puerta se abrió dejando paso a sus
padres. Al tiempo, la figurita tiraba de Alicia hasta lograr, de nuevo, que
entrara en el portal, y obligándola a esconderse detrás del buey. Desde
allí, muy sorprendida, pudo ver la cara de sus padres y escucharles:
-¿Qué habrá pasado? -Preguntó su madre.
-Pues ni idea -dijo su padre-. Todo parece estar en orden.
-Oye. ¿Qué es eso? Mira ahí, sobre los pies del Niño Jesús.
-Hmm, déjame ver. Que curioso, parece un ratoncito blanco. -Alicia sonrió al
escuchar la risa de su padre. -Creo que es el primer Belén en el que hay un
ratón calentando los pies al Niño; y me parece una idea estupenda, siempre
he pensado que los debe tener aún más fríos que los míos.
-¡Ay, Señor! -dijo su madre también riendo, al tiempo que con mucha ternura
pasaba una de sus manos por aquella cara de niño grande-. No hay duda de
que Alicia tiene a quien parecerse. ¡Los pies helados!, a quién se le ocurre
semejante idea, se la oyó decir tras apagar la luz y cerrar la puerta del
salón.
-Pufff -respiró ya tranquila Alicia.- Gracias por esconderme. Menos mal que
no me han visto. Y menos mal que no se ha caído el castillo, menudo lío se
hubiera organizado.
-Mira... -dijo la figurita señalaba hacia la montaña.
Tras el castillo, varios ángeles "menores" -que son esos que tienen las
alitas sujetas con pegamento- con los mofletes hinchados, o resoplando,
luchaban con todas sus fuerzas para que el castillo no cayera rodando hasta
el valle, mientras esperaban la llegada de una cuadrilla de
pastores-albañiles que, cargados con picos y palas, subía por la ladera de
la montaña.
Cuando consiguieron dejarlo en su primitivo estado, Alicia, muy
despacio para no causar otro estropicio, se acerco al pesebre:
-Ratoncito malo, estás ahí, ¿eh? Mira, ¡mira cómo te brillan los ojos,
alguna trastada has hecho! La que has estado a punto de liar. -Dijo muy,
muy seria, todo lo que pudo; y después, observó la cara del Niño Dios, que
dormía placidamente.
-Oye -le dijo la figurita. - ¿Tú crees que le gustará nuestro regalo?,
¿crees que ya no tendrá los pies fríos?
A pesar de que Alicia estaba muy cansada, pasó una de sus manos por
debajo del ratón. Sus dedos rozaron con mucha delicadeza los pies del Niño
Dios. Y después de bostezar, sonrió a la figurita del corpiño verde
esmeralda, mientras aseguraba que ya no los tenía fríos.
Y, ya casi desapareciendo debajo del cobertor, Alicia dijo:
-¡Gracias Bob!
No oyó la respuesta de su amigo porque dormía, profundamente cuando
éste le respondió:
-De nada, princesa -insistía Bob que andaba por el cielo en medio de
una marabunta de pinceles y botes de pintura plateada-. Has tenido una
buenísima idea, y estoy muy contento de que me lo hayas pedido. Él, ya no
tendrá los pies fríos nunca más. ¡Seguro!
Y así es. Al menos en casa de Alicia, El Niño Dios siempre tiene los pies
muy abrigados y muy calentitos.
[© Indah. Diciembre de 2001]
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- Registrado: Mié, 16 Ene 2008 23:20
Re: © Blanca Sandino "Indah" -El día menos pensado-
Abrazo enorme y felicidades, querida compañera.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"
Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares