Baba Express

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E. R. Aristy
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Baba Express

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Baba Express

El dientecito de leche cayó entre las ranuras al abordar el tren. Su madre le halaba prácticamente de las mangas para apresurar su paso. Lo sentó en el asiento de la ventanilla. Miraba de un lado a otro a los pasajeros acomodarse. Acarició sus rizos y le besó las mejillas, le besó repetidas veces, tomando en cada beso un sorbo de sus ojos.

“Ya sabes, Dan, me encuentras en la última estación”. El último sorbo fue amargo. Bajó apresurada con el tiempo justo de mirar la carita de Dan pegada a la ventanilla antes que se nublara el vidrio. El abrigo negro le daba hasta los tobillos y se abrió con el vapor del tren, flotó algo en el viento, y ella se agarró de su sombrero.

Dan no se despegó ni por un segundo. Siguió intentando verla hasta que oscureció y lo rindió el sopor.

A la mañana siguiente nevó y el paisaje era una postal de ensueño. Los árboles no dejaban de correr y él se entretenía haciendo bosquejos.

Sus manos tibias acariciaban a intervalos el guante que inadvertidamente ella había dejado sobre sus piernas. Su pelo dejó de ser rizo y rubio. Ahora era largo y terso causando gran revuelo a la vista de la gente, su barba rojiza y su manera de traspasarlos con los ojos.

Pocos le hablaban con palabras, el sentía la inquietud de sus ojos.
En la primavera, subían las niñas con su canasta de flores, y algunas se enamoraban de su grávida belleza, y le dejaban los pétalos de sus margaritas en los asientos a modo de un “me quiere, no me quiere”.

No dejaba de levantar los ojos de vez en cuando y musitar algo, y volver a embeberse de nuevo en el proyecto sobre sus piernas. Ya había dejado la barba hacían mil pensamientos y su pelo era gris, como aquel día templado. Se veía la gente apresurar el paso y casi saltar, el viento los hacía ir tras sus bufandas y sombreros.

Se sintió más cansado que la primera noche y nuevamente un sopor lo rindió. El grito del conductor lo despertó abruptamente: ULTIMA ESTACIÓN, y otra vez, más de cerca: ULTIMA ESTACIÓN. Se recogió como pudo del asiento y miró por la ventanilla, los árboles estaban en su lugar de siempre y ahí estaba ella agarrada por su sombrero.


Bajó torpemente del tren , a medida que trataba de hacer mover penosamente sus piernas. Por fin llegó a sus brazos tembloroso, y le tocaba la cara tratando de ver entre las lágrimas aquellos ojos que unían todo, mamá, gimió en su pecho.
Ella, le dijo algo al oído, y le tomó de la mano como siempre. Al atardecer, mientras ella acariciaba su pelo ralo y blanco, Dan marchó a algún otro sueño. “Se ha ido”, dijo al salir de la alcoba, apenas conteniendo los sollozos, Baba se ha ido.


Long Beach, New York
E. R. Aristy
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