Sin palabras
Publicado: Vie, 16 Ene 2015 17:58
El amor, maldita sea, llevo años escribiendo sobre él, sobre erupciones, estallidos y gritos subterráneos escuchados más allá de donde cualquier cosa ajena al corazón humano es capaz de llegar. O eso dicen.
Construía versos acerca de nostalgias, de promesas frustradas, me rebanaba los sesos intentando encontrar la palabra exacta que describiera la temperatura del punto medio entre mis labios y otros cualquiera. Encendía velas, descuartizaba rosas, impregnaba el salón en penumbra de todo tipo de perfumes para inspirar la improvisación de mis palabras, y, por fin, tras incontables derrotas, lo conseguía. O eso creía.
Mis libros se vendían, la gente hablaba de mí, de mi romanticismo, de mi ternura, de las mil y una formas con que, estaban convencidos, era capaz de amar a una mujer.
El poeta, a veces, miente, les susurraba sin que me oyeran, no es necesaria una vivencia exacta para desbordarse, pero nunca me creyeron. Nadie que escriba con esa pasión sobre un tema puede ser un completo ignorante al respecto, decían. Se equivocaban.
Yo, a mis treinta y ocho años y siete libros, no sabía lo que era el amor, hasta hace unos días. Te puede parecer absurdo, casi incoherente y torpe, no te culpo. Pero cuando un sentimiento así te encuentra por vez primera impresiona y asusta tanto como un mar abierto frente a los ojos de un niño del desierto. Primero abres la boca y los ojos hasta el borde, luego sonríes y más tarde solo puedes gritar y escupir a los cuatro vientos tu hazaña, para que todos sepan que tú también, que perteneces a ese grupo de interminables únicas personas que lo han sentido entre la incredulidad de sus dedos.
Te vi, sin querer, mientras mi mente paseaba tranquila por alguna tarde ajena a tu destino. Salías del metro, con una camiseta marrón y la mirada posada en ninguna parte. El cielo gris, tu seriedad, mi ímpetu amordazado, quizás hubiera sido la excusa perfecta para engendrar un poema, pero solamente me dediqué a mirarte, a indagar en la causa de aquella sonrisa disimulada que te acompañó hasta la noche mientras mirabas a uno y otro lado esperando a quién sabe quién y preguntándote el motivo de su ausencia.
Qué estúpido y loco, pero durante aquellas horas que permanecí quieto en mi transparencia hubiese deseado ser él, cualquiera que fuese, para acercarme a ti y que me descubrieras, una a una, todas las respuestas del mundo.
Luego te fuiste y yo no fui capaz de decirte que la noche no llegó por casualidad.
Ni fui capaz de desprenderme de mi armazón de metáforas de almíbar para invitarte a una cerveza.
Volví al mismo lugar al día siguiente, y al otro, y al otro, y, mientras tanto, me he dedicado a construirte altares en el epicentro de mis sueños, te he imaginado vencida en mi piel, con el aliento entrecortado y los silencios rotos.
Ayer te encontré de nuevo y, en la distancia, te miré con la certeza de conocerte desde siempre. Porque quizás te esperé siempre. Olvidé papel y soledades y me acerqué a ti, como un apátrida a la búsqueda de idiomas propios, con la angustia y el deseo amordazados en el istmo final de la garganta, para escuchar tu voz por vez primera.
Y todas las partituras, vida mía, se inmolaron en mis sienes.
Nunca pensé que el amor fuera así, creía que se iba construyendo poco a poco, como una catedral o un diccionario de antónimos, estaba convencido que la primera impresión es la errónea y los milagros son solo reacciones químicas del tiempo con la ilusión de un obtuso encarcelado.
Siempre creí que todo, absolutamente todo, era susceptible de ser creado por la imaginación de una pluma cualquiera.
Pero ahora, después de tanto tiempo escribiendo sobre ti sin conocerte, me he quedado sin palabras
Construía versos acerca de nostalgias, de promesas frustradas, me rebanaba los sesos intentando encontrar la palabra exacta que describiera la temperatura del punto medio entre mis labios y otros cualquiera. Encendía velas, descuartizaba rosas, impregnaba el salón en penumbra de todo tipo de perfumes para inspirar la improvisación de mis palabras, y, por fin, tras incontables derrotas, lo conseguía. O eso creía.
Mis libros se vendían, la gente hablaba de mí, de mi romanticismo, de mi ternura, de las mil y una formas con que, estaban convencidos, era capaz de amar a una mujer.
El poeta, a veces, miente, les susurraba sin que me oyeran, no es necesaria una vivencia exacta para desbordarse, pero nunca me creyeron. Nadie que escriba con esa pasión sobre un tema puede ser un completo ignorante al respecto, decían. Se equivocaban.
Yo, a mis treinta y ocho años y siete libros, no sabía lo que era el amor, hasta hace unos días. Te puede parecer absurdo, casi incoherente y torpe, no te culpo. Pero cuando un sentimiento así te encuentra por vez primera impresiona y asusta tanto como un mar abierto frente a los ojos de un niño del desierto. Primero abres la boca y los ojos hasta el borde, luego sonríes y más tarde solo puedes gritar y escupir a los cuatro vientos tu hazaña, para que todos sepan que tú también, que perteneces a ese grupo de interminables únicas personas que lo han sentido entre la incredulidad de sus dedos.
Te vi, sin querer, mientras mi mente paseaba tranquila por alguna tarde ajena a tu destino. Salías del metro, con una camiseta marrón y la mirada posada en ninguna parte. El cielo gris, tu seriedad, mi ímpetu amordazado, quizás hubiera sido la excusa perfecta para engendrar un poema, pero solamente me dediqué a mirarte, a indagar en la causa de aquella sonrisa disimulada que te acompañó hasta la noche mientras mirabas a uno y otro lado esperando a quién sabe quién y preguntándote el motivo de su ausencia.
Qué estúpido y loco, pero durante aquellas horas que permanecí quieto en mi transparencia hubiese deseado ser él, cualquiera que fuese, para acercarme a ti y que me descubrieras, una a una, todas las respuestas del mundo.
Luego te fuiste y yo no fui capaz de decirte que la noche no llegó por casualidad.
Ni fui capaz de desprenderme de mi armazón de metáforas de almíbar para invitarte a una cerveza.
Volví al mismo lugar al día siguiente, y al otro, y al otro, y, mientras tanto, me he dedicado a construirte altares en el epicentro de mis sueños, te he imaginado vencida en mi piel, con el aliento entrecortado y los silencios rotos.
Ayer te encontré de nuevo y, en la distancia, te miré con la certeza de conocerte desde siempre. Porque quizás te esperé siempre. Olvidé papel y soledades y me acerqué a ti, como un apátrida a la búsqueda de idiomas propios, con la angustia y el deseo amordazados en el istmo final de la garganta, para escuchar tu voz por vez primera.
Y todas las partituras, vida mía, se inmolaron en mis sienes.
Nunca pensé que el amor fuera así, creía que se iba construyendo poco a poco, como una catedral o un diccionario de antónimos, estaba convencido que la primera impresión es la errónea y los milagros son solo reacciones químicas del tiempo con la ilusión de un obtuso encarcelado.
Siempre creí que todo, absolutamente todo, era susceptible de ser creado por la imaginación de una pluma cualquiera.
Pero ahora, después de tanto tiempo escribiendo sobre ti sin conocerte, me he quedado sin palabras