

Desparramado en paredes y retratos
vive el cigoto su condena gaseosa,
soñando con su cielo y su rostro.
Respira a través de la gentileza animal
-la familia-
ahogando las sucesivas generaciones.
Cuando alguien se atreve a hablar,
dicta las ordenes precisas
de una aparente astronomía.
El delirio de su alquimia
infectó los imberbes cerebros,
y enloqueció las manos inquietas.
Anhela ver rostros cianóticos
petrificados en una bóveda de cristal,
en un infinito cielo azul de metileno.
Y las yemas de sus labios
derraman proteicas palabras,
buscando una sólida sentencia.
Estamos condenados
a cumplir la penitencia del huevo,
si no hallamos nuestra propia voz.