Fragamento de la novela "Impaia"

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Antonio Justel
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Fragamento de la novela "Impaia"

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[… pocas veces logra tomarse nota fiel de lo inverosímil, de algún aspecto inimaginable de la realidad y ser contado; menos, aún, cuando el contenido es áspero, su presencia enigmática y los poderes públicos lo rehúyen mediante un silencio inextricable, cual si se tratase de un terror advenido de otro mundo;
… imaginémonos lo que emergiendo de la tierra e impregnando paredes, cuerpos y sentimientos, fuera reprimiendo y sofocando la expresión de la vida; que de forma imperceptible avanzara apoderándose de todo, algo que hasta al tiempo y los fenómenos los distorsionara y este hecho no dispusiera de engarce alguno con que poder sopesarlo y acercarse a él. Añádase que la lógica ancestral del mundo apareciera como si hubiese sufrido una mutación repentina y en la huida fuera dejando una peste nueva de extrema sequedad y abatimiento y la tierra y los objetos fueran asimismo diezmándose, disgregándose, descomponiéndose por completo lenta e indefectiblemente, como si estuvieran sometidos a un deterioro inteligente, a una total desolación, a una muerte inexorable e inclemente sin más.]


Al salir del plantío y penetrar en el prado, Alejandro se quedó estupefacto. A los pocos pasos se detuvo, cogió un puñado de tierra y, con el ceño fruncido, lo observó con absoluta incredulidad buscando una razón, una bacteria o virus que hubiera corrompido y comido así la tierra, algo capaz de darle aquella apariencia de desgranamiento y sequedad hasta cubrirlo con aquella capa de moscas, hormigas rojizas y cucarachas a medio desintegrar, cuyos caparazones agitaba y levantaba la brisa y los depositaba luego en cualquier parte con restos de cardos, polvo y mohosidad general.
Recordó que echó en saco roto el mensaje que el profesor le había transmitido de parte de Clementino. Nunca lo hubiera creído y lo lamentó. Tiró el puñado de tierra y apresuró el paso, pero volvió a ralentizarlo porque el daño era mucho y resultaba indescriptible.
Comparó y, a su espalda, la naturaleza se mostraba verde, espléndida, como la había visto en ese tiempo durante toda la vida y no, no podía ser que de repente todo estuviera apagado, como gastado, prácticamente muerto, era espantoso. Cogió unas briznas de hierbas secas, que parecían provenir de la última primavera y se le deshicieron en los dedos. Posiblemente - dedujo - hubieran pasado no una, sino dos primaveras consecutivas sin que hubiera nacido hierba. ¡ Cómo podía ser !. No tenía respuesta. El entorno se mostraba desolado: no había pájaros ni gente. Reinaba un silencio absoluto y se oyó andar a sí mismo, y cuando se detuvo, el silencio lo sintió en el oído con agresión. No, no podía creer que la vida se hubiera alejado de aquella manera monstruosa, no podía ni debía admitirlo. Se dio cuenta de que, donde antes había habido manantiales cristalinos durante todo el año, ahora encontraba hondonadas agrietadas y sucias, o árboles secos, renegridos y comidos por dentro por las polillas, cayéndose a trozos y dejando al aire sendas podridas y agujeros en todas direcciones. Se restregó los ojos, se pasó la mano por la frente y tosió con debilidad varias veces y súbitamente pensó en Dios. Volvió a detenerse. Se tocó por dentro y sólo sintió congoja, y prisa por llegar a Gerome y ver a Clementino o a quien quedase allí. Quién sabía qué podría haber ocurrido o estar ocurriendo aún.
¿ Cómo es posible - caminaba deprisa preguntándose y mirando aterrado - que semejante hecho no hiciese cundir alarma en el Gobierno de Impaia y que el país entero no estuviera alerta frente a semejante calamidad ? ¿ sería el miedo ? ¿ creerían acaso que sería mejor ignorarlo, en lugar de procurar aliviar o intentar poner fin a semejante catástrofe ? Parecía imposible de creer.
Un escalofrío le convulsionó el cuerpo. Se repuso y continuó hasta las primeras casas. Al toparse con las tapias derruidas de la huerta de la tiá Morritos, tuvo una impresión extraña: como si de repente lo hubieran abrazado, rodeado, más aún, lo hubiera poseído algo, como si alguien hubiese alentado con su aliento, no sabía bien. Se removió inquieto y miró al aire, a las paredes y al suelo, y luego fijamente las manos. Había tenido la impresión de que algo intangible e inconmensurable lo hubiera interpenetrado, o él hubiese entrado en un campo extraño, en otros dominios invisibles pero reales. No, no podía saberlo a ciencia cierta. “Quizá sólo sea miedo, a lo mejor es eso, y si es miedo tengo que vencerlo como sea, no hay otra salida”. Estaba absolutamente inquieto.
Nada se movía. Sólo una masa inerte parecía configurar el pueblo y allí estaba, presente sin más. Cruzó con lentitud las primeras calles y continuó a lo largo de Santa Isabel de la Patria con la iglesia, en la que el derrumbe había llegado hasta el crucero. Después contempló de cerca el potro de herrar, corroído ya, y la puerta de la fragua cerrada, al otro lado de la calle los talleres cerrados y quietos. Un poco a la derecha, su propia casa, con la fachada también hermética, varada, como si estuviera dormida y ceñida a un ser íntimo de desgracia y soledad.
Con precaución se acercó, puso el oído sobre la puerta de la fragua y empujó, pero no cedió. Entre el polvo acumulado y podrido optó por atravesar la calle e inspeccionar los talleres, cuyo exterior aparecía en idénticas condiciones que el resto de Gerome: quietud espectral y signos del desmigamiento que iba derribando todo poco a poco. Las paredes habían echado cardenillos sobre los marcos de las puertas y tenían desconchones en la parte alta, la pintura se había caído y las letras estaban decoloradas, con reguerones y ennegrecidas. Presionó sobre el chavetón y empujó. Se sorprendió que la puerta cediera. Quedó impresionado por el aluvión de recuerdos que de golpe le acudieron. Detenido en la entrada, aparecieron de repente sus padres vivos y muertos. Tembló ante la visión y, por unos instantes brevísimos, revivió el día de la plaga de las moscas. Allí estaban y pendían sin desmontar aún los enormes ventiladores que compuso con su padre, callados y quietos los depósitos de la muerte, el horno apagado, la escasa maquinaria de labranza dispuesta en perfecto orden un poco más allá, y el silencio pegado al inmenso techo y a las paredes. Sintió la soledad interior y la que provenía de la calle sin pájaros. “Dónde estará Clementino - pensó -. Igual también se ha ido. Quién podría quedarse aquí” - razonó -. Por un momento lo aturdió la posibilidad de hallarlo muerto, pero le abrió el ánimo el hecho de no haber descubierto la Guzzi por ninguna parte. Clementino, en todo caso, de haberse marchado, habría atrancado la puerta. “No, no puede ser. Clementino es cuidadoso, y listo”, terminó advirtiéndose para sostener a toda costa la esperanza de encontrarlo.
Dentro, sin darse cuenta se mesó los cabellos. Mientras se quitaba la chaqueta observaba las cosas despacio, las tocaba con el dedo al pasar, a algunas les pasaba el aliento. Al final miró para arriba e interrogó a la fatalidad, y levantando, y abriendo al unísono los brazos y ojos, exclamó con los dientes apretados “Señor, por qué”. Y extendió los brazos del todo y señaló el mundo.
Con idéntica precaución se dirigió a su casa. De estar aún en Gerome, Clementino podría estar en ella por alguna causa, o en el huerto, quién sabía. La puerta cedió. Con mejor ánimo llamó ¡ Clementino, Clementino ! No estaba. Lo golpeó el silencio y le retornaron imágenes terribles. No pudo sustraerse y al paso, uno a uno, fue abriendo cada aposento. Su propio cuarto se encontraba ordenado y limpio, y el pasillo también. Abrió la cocina y la vio como todo, quieta y aseada, pero se notaba por las paredes el síntoma del ajamiento. Esta pequeña salvación sólo podía deberse a Clementino, apostilló. Chirriando, tiró de la puerta que desde la cocina daba al huerto y lo vio arrasado, ceniciento, sumido en la misma postración que el resto de Gerome. Con la chaqueta apretada contra el pecho penetró en la habitación de sus padres y no pudo resistir ver de nuevo a su madre violada y muriéndose sobre la cama, manándole sangre y después totalmente muerta. ¡ No, no ! se dijo apretándose las sienes e intentando aguantar frente a aquellas imágenes nítidas que parecían colgar de la pared.
Al límite, abandonó la habitación. Cerró la puerta sin mirar y de forma mecánica cogió una banqueta y, apresurado, se sentó en medio de la cocina, y allí, con la frente entre las manos, dio rienda suelta a la emoción y lloró amargamente. Le cayeron las lágrimas y se frotó y limpió los ojos con furia. Encorvado hacia delante, cruzó los brazos sobre las rodillas y se preguntó con entereza: qué, qué puedo hacer para afrontar esto, cómo, cómo resolverlo.
Clementino no aparecía por ninguna parte. Intuyó que algo podría hacer, pero no sabía qué, ni cómo ni dónde. Para ayudarse buscó el recuerdo de la curación masiva de Gerome, pero ahora Gerome carecía de gente y en consecuencia de fuerza. Luego qué, qué podía hacer. Con esta convicción de impotencia y sin proyecto se levantó, dejó la chaqueta sobre el respaldo de una silla agujereada por la polilla y salió a la calle a seguir buscando.
Aunque el sol caía con un tono vivo y brillante, la realidad le devolvía de forma brutal el contexto leproso de la vía. Cuando llegara a casa de Clementino, llamaría, gritaría por donde fuera, buscaría, vocearía por todo el pueblo. En todo caso, pudiera ser que también quedase alguien más ¿ por qué no ? Y continuó por el medio de la calle.
La casa de Clementino no quedaba lejos. Al pasar por la plaza, por delante del Ayuntamiento y el cuartelillo, ambos presentaban idéntico aspecto que el resto del pueblo. Junto a la entrada principal del cuartel aún quedaban abultamientos de tierra provocado por los topos al buscar las últimas humedades, y ya, frente a la casa, se acordó de la madre de Clementino, a la que siempre conoció viuda, delgada y de negro. Agarró la chaveta, apoyó el hombro y abrió. Allí estaba la Guzzi. Verla le animó. Desde el borde del zaguán lo llamó repetidas veces: “Clementino, Clementino”. Miró a un lado y otro, arriba y abajo, pero no veía a nadie ni se oía nada. Llamó más alto otras dos veces y se quedó quieto, escuchando. Entonces se acordó de la huerta que tenían en la parte de atrás. Cruzó deprisa el corral, después un pasillo entre cuadras, y vio al fondo la puerta de la huerta cerrada, por lo que se acercó a ella, se agachó, y por entre grandes rendijas se puso a mirar. Y allí mismo, a un paso, se encontraba Clementino. Le dio un vuelco el corazón y le entraron ganas de gritar y correr. Tuvo que hacer enormes esfuerzos para contenerse. Quería verlo y conocer ya, in situ, la exacta situación de las cosas, pero no quería sobresaltarlo, abriendo y entrando en tromba. Debía por tanto detenerse y meditarlo. Ante todo debía tener cuidado.
Estaba descalzo y tenía remangados los pantalones y las mangas de la camisa. Iba y venía del pozo, de donde sacaba agua con un caldero, que luego echaba en los cercos que había hecho alrededor de los troncos de las berzas, en torno de cada cabeza de remolacha y en cada una de las pocas plantas de patatas. Un poco más allá, junto a dos gallinas rojas, pacía una cabra pinta de ubres medianas que, de vez en cuando, balaba con languidez. Se hallaban sobre un trocito de trébol o alfalfa, quizá fuese hierba. En la parte izquierda de la huerta había un largo montón de tierra, el cual, más tarde lo sabría, no eran sino las primeras capas de tierra que Clementino iba retirando porque un día, cuando ya todo era abandono y necesidad y buscaba sobrevivir, descubrió que bajo aquella primera capa de tierra apolillada y cenicienta, aparecía otra normal y de buen color, la cual había empezado a poner con rapidez a descubierto y a sembrar y cultivar para no morirse él, ni la cabra ni las gallinas. Pero lo que le acongojó y al mismo tiempo le sedujo el corazón, fue el diálogo y monólogo que Clementino mantenía: “Venga, Clementino - se decía - muévete, coño. ¿ Yo, pararme ? Sí, sí, que a menudo te paras y no hay Dios que te mueva, y tienes que moverte, y hablar, aunque sea como una carraca, ya lo sabes. Anda, dile algo ahora a Carmencita, y a Paula y a Paulina, para que no estén tristes y den leche y huevos. Bueno… les diré algo: Vosotras, a poner huevos. Y tú, Carmencita, cabra guapa, come, que a las seis tengo que ordeñarte, no se te olvide, porque últimamente andas más baja de teta que la hostia… De modo que venga, menos bé-bé y a comer se ha dicho, coño. Y tú, pie derecho, estás tonto ¿ por qué te mojas tanto, eh ? Ay… ¡ esto es la leche !. A ver si hoy vemos a Jacinta y a Mohamed. Ven acá azada, ven aquí y cava un poco, jodé , venga, ponte en las manos y cava, cava …”
Aquel diálogo-monólogo lo conmovió. Llegó a la conclusión de que tal vez consistiera en hacer algún ruido para saberse vivo, para darse a sí mismo fe de que era cierto y estaba allí. O por no perder simplemente el habla, o por interrumpir la soledad y sentir su propio afecto. Quien sabe, se dijo. Y se dio cuenta de que el cansancio, que hasta entonces lo había destrozado, de pronto le había desaparecido.
Optó por volver atrás, por desandar deprisa unos pasos, como si viniera por primera vez por el pasadizo y llamó “Clementino, Clementino”. Pero cuando aún no había alcanzado la puerta en cuestión, ésta se abrió violentamente y apareció Clementino, el cual, sin saber qué hacer, se detuvo asombrado con la azada en la mano, luego la dejó caer al suelo, corrió hasta Alejandro y, sin mediar palabra, se abrazaron fuerte y tenazmente, como si los dos hubieran resucitado y siguieran queriéndose sin mirarse, con entusiasmo. Luego se separaron y se miraron de manera rápida, se miraron muchas veces y se volvieron a abrazar.
Clementino se encontraba delgado y pálido en extremo, demasiado. Le habían salido sequeros por la barbilla y la frente, y algunos también por los laterales de la cabeza y en las manos. El pelo, aunque lo tenía corto, se le notaban los hoyos de los sequerones y las acometidas de los tijeretazos. Con los ojos brillantes y arrasados volvían a abrazarse y a entristecerse, a darse en silencio cachetes de gratitud en el brazo, a hacerse muecas de cariño porque no sabían expresarlo de otra manera. “Carmencita, ha venido Alejandro” dijo al fin Clementino a la cabra desde el otro lado de la puerta y señalándolo con el brazo, y Carmencita, silenciosa y con la cabeza levantada, miraba y movía las orejas adelante y atrás como si realmente se alegrara y entendiera.

A partir de ese momento Alejandro comenzó a tomar conciencia exhaustiva acerca de todo y cada cosa. Además de Clementino, la cabra y las gallinas, en Gerome habían resistido Jacinta la Pelucas y Mohamed Jassar. Mohamed Jassar era de procedencia mauritana. Había luchado con la legión impaiense y era pensionista retirado por lesiones de guerra, las cuales, además de afectarle a la cadera derecha, le habían hecho perder los dedos anular y meñique de la mano izquierda. Había llegado un día con una “troupe” de santeros “curatodo” que decían ser capaces de detener males sin nombre, cuando la tierra ya se ahuecaba y ponía mohosa y el agua de los pozos había empezado a salir sosa como barro, cuando había empezado el éxodo alocado y despavorido de familias enteras hacia las regiones industriosas o hacia el extranjero y se aseguraba que el mal se veía traspasar la carne y los huesos, llegar a la cañada y andar de acá para allá día y noche, royendo y buscando qué comer, y los viejos y los niños apenas duraban más allá de una semana. Había sido Jassar testigo de que, en pocos días, los árboles perdían las hojas y se secaban, que los cultivos y las praderas en escasas horas tomaban el color del aceite y al día siguiente el ocre pálido y definitivo de la muerte. Asimismo los animales, pues en cuanto empezaban a toser y a atragantarse, ello constituía la señal inequívoca de que el mal lo tenían dentro y que jamás les saldría ya. Mohamed Jassar en tales circunstancias dijo que no y que no, que ya no daba un paso más por el mundo, que vistas las cosas y si la señora Jacinta lo deseaba, se quedaría con ella para hacerle conjuros de mucha suerte y cantarle de por vida boleros africanos. Y Jacinta quiso.
Solían verse con Clementino. Se ayudaban mutuamente, se contaban avances y resultados, sospechas y presentimientos. De forma similar, Mohamed Jassar y Jacinta la Pelucas pasaban la fuerza del día separando tierra por cualquier lugar, ya que por ninguna parte había dueños de nada. Observaban por donde andaba el mal y lo expiaban, o sacaban agua de pozo en pozo para compararlas y ver cuál sabía menos sosa y beber de ella porque el río les quedaba lejos. Al atardecer, Mohamed pasaba el brazo por los hombros de Jacinta y como dos enamorados se iban hasta enfrente de la iglesia y se arrodillaban, y mientras Jacinta rezaba en cristiano, Mohamed Jassar, cara al sur, y más allá lanzaba una mezcla de invocaciones y conjuros para reforzar los rezos de Jacinta y que ambos les valieran. Supo Alejandro que tampoco había cementerio nuevo, que, con la prisa por huir, cada cual, si podía, había optado por recoger su muerto incinerado y cuanto antes llevárselo bien lejos de Gerome. De los orcones no sabían nada. Creían que quedarían pocos. Desde la muerte de Oceda y Amindo no se les oía, si quedaba alguno no habían vuelto a saber de ellos.
“Tenemos que luchar sin miedo”, les dijo Alejandro rotundo a los tres después de que rezaran frente a la iglesia aquel mismo día por la tarde. A Clementino le pidió que le enseñara a conducir la moto y en un rato aprendió, le dijo que quizá alguna vez precisara ir a la capital. Al otro día Clementino rindió cuentas de los talleres y le entregó a Alejandro lo que no era de los consocios, los cuales se habían llevado estrictamente su parte y nada más. Éste le recogió las cuentas con normalidad. Luego comprobaría las cinco esmeraldas que siempre conservó su padre. Las contempló con detenimiento y las volvió a guardar. Deseaba encontrar la clave para transformarlas algún día en espléndidos rubíes, similares - pensó - a aquellos otros y específicos rubíes de la India.
Conocidas las cosas y atendido lo apremiante, Alejandro se pasó diseñando un plan durante dos días seguidos. En él articuló las horas de sueño, de quietud y meditación, de estudio y trabajo, determinó una dieta estricta, los esfuerzos que serían gastados y, en cierto modo, se calculó la resistencia del cuerpo y la fuerza de vida.
Fue así como inició un tiempo de acción y control riguroso de todo, de exactitud y férrea disciplina basada en los principios que le enseñara el profesor Laínez, las cuales había ido comprendiendo a través de su experiencia y en cuantos consejos, reflexiones y libros había encontrado a lo largo de todos los días de su vida. Todo lo había refundido. “Necesito también la fe - se requirió con fuerza y convencido - tanto como el conocimiento y la imaginación tanto como la voluntad, no debo olvidarlo, si no, jamás podré vencer”. En la práctica parecía consistir en un plan abstinencial, con ayuno severo e intensa actividad. Su planteamiento de lucha provenía de cómo obtener el necesario poder anímico, y se dijo que, igual que Jesucristo había ayunado cuarenta días y sus noches hacía tanto tiempo y había superado la debilidad de la naturaleza, también él, semejantemente, intentaría buscar dentro de sí mismo la fuerza capaz de levantar y reconstruir Gerome, aunque fuera a riesgo de su vida.
Deseoso por tanto de obtener este poder imprescindible y su dominio, comenzó a levantarse antes de la salida del sol, aunque previamente, tendido y relajado sobre el lecho, procedía a concentrar su mente con tenacidad y precisión sobre una vulgar cerilla y allí la mantenía, viendo el fósforo diminuto, considerándolo y dándole vueltas, le inquiría acerca de su conformación, de su procedencia y futuro, descomponía sus partes, las consideraba por separado y luego desintegraba la materia para intentar verla y conocerla a su vez… Y caminaba y caminaba. Se detenía para observar las cosas con minuciosidad y precisión y así retenerlas y examinar sus fuerzas, sus disposiciones internas y asimilar el orden, las proporciones, los colores y fundamentos de todo, después cerraba los ojos, cogía la imaginación y diseñaba una memoria nueva, conscientemente exacta a su conocimiento. En su diseño de los días cruzaba las eras, se adentraba en los prados y marchaba campo a través por senderos y cañadas. Del mismo modo retenía todo tal cual lo iba encontrando porque aquel recuerdo debería constituir la materia prima y fundamento para la ansiada revivificación. Recogía asimismo pequeños trozos de tierra, de hierbas secas, de juncos y ramitas de árbol que ponía en un serillo junto con cosas sanas y semejantes de la huerta de Clementino y seguía andando. Llegó así a los confines del mal, hasta donde la degradación de la tierra había alcanzado y cuyo epicentro parecía irradiar desde Gerome.





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Última edición por Antonio Justel el Mar, 08 Oct 2013 22:25, editado 2 veces en total.
"... nunca se da de lo que se tiene, sino de lo que se es".
Hallie Hernández Alfaro
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¡Qué grande, Antonio, pero qué grande! Este flash de Impaia donde los personajes viven y desviven Gerome, es precioso y lleno de significados. Volver a surgir desde la ceniza, atascar el pasado y derribar el pánico, liberar las fuerzas desconocidas de nuestro espíritu para sembrar..., Alejandro, Clementino, los rezos unidos por el amor solidario, las descripciones del pueblo calcinado, desterrado de sí mismo, olvidado en la cartografía, hacen del capítulo un estímulo para leer todo lo que falta.

Gracias por traernos esta belleza a los ojos.

Abrazo fuerte, querido amigo.
.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"

Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares
Antonio Justel
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Fragamento de la novela "Impaia"

Mensaje sin leer por Antonio Justel »

Hallie Hernández Alfaro escribió:¡Qué grande, Antonio, pero qué grande! Este flash de Impaia donde los personajes viven y desviven Gerome, es precioso y lleno de significados. Volver a surgir desde la ceniza, atascar el pasado y derribar el pánico, liberar las fuerzas desconocidas de nuestro espíritu para sembrar..., Alejandro, Clementino, los rezos unidos por el amor solidario, las descripciones del pueblo calcinado, desterrado de sí mismo, olvidado en la cartografía, hacen del capítulo un estímulo para leer todo lo que falta.

Gracias por traernos esta belleza a los ojos.

Abrazo fuerte, querido amigo.



.. hola, Hallie, bueno, creí que sería bueno traer aquí un trocito (la novela es larga) de Impaia; casi seguro que volveré a incidir con algo nuevo; gracias, mi querida amiga, gracias; un abrazo hondo; Orión
"... nunca se da de lo que se tiene, sino de lo que se es".
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