Amor
Publicado: Mié, 15 May 2013 23:20
Elena despertó sin querer. Había soñado su antigua vida. Esclava y atemorizada por los relojes de arena que pendían del techo, sufragaba el olvido con una taza de sopa hirviendo. La piel hecha trizas confirmaba su octava jornada de trabajo. Los domingos eran tiestos de aleluyas y un mendrugo de pan clavado en la mesa. Siembra y canto mecían las lunas parduscas de su cotidianidad. Fuerte y laboriosa ornaba la cosecha, disponía los arados, lavaba los restos de tierra franca en sus mejillas.
No había sitio para los ojos íntimos de Marcelo. Educado en la conservadora academia de jóvenes herederos, debía sus emociones al patrimonio familiar y a la razón impecable. Mujeres bellas y nobles apostaban la juventud a su abrazo. Culta infancia de piano y esgrima.
Sabía de ella, con su faldón largo y sus piernas blancas. Un lujo para el cerebro criado en la belleza, una golosina para las reseñas indomables del macho asaltado por la ternura.
Tomás había sido cura desde que nació. La santidad y sus cataclismos magnificaron el poder en su acervo de buen humano. A tiempo, votos de sed, a tiempo, votos de honestidad. El cuerpo gobernado por la inspiración de un ser erudito y compasivo; casi un dios, experto en resurrecciones y lázaros. Intuía desde su armadura clerical una burbuja imposible, una gestación sólida que abarcaba el hombre y la mujer en el preciso segundo del enamoramiento, en su cercanía prohibida, vigilada, punible.
Las pasiones tomaron el crepúsculo con admirable valentía. Un día martes alumbraba el verano incipiente. Elena y Marcelo hacen del anochecer un refugio de sombras calientes, un arrecife de tuteos, un cosmos lesionado por la partitura secreta del amor. Sin vacilar la mano se adelanta, los hombros trasgreden, el velo cae y el logos palidece por la frugal savia que obnubila. Presos y mezclados ahondan en la infinidad del universo. Son una mónada aislada, atemporal, impostergable. Cuando tanto apetito y luz convergen en un solo acto, la cuenta terrena se detiene, los números quedan turbados por la asimetría, sacados de sus cuencas; el infierno se autodestruye como una pesadilla arrullada por la madre buena.
Tomás pidió a sus músculos la fuerza suficiente para detener la tragedia. Debía correr con la velocidad de los salvadores. Casi podía escuchar el tumulto de voces agitadas. Las armas, el sudor, las frentes atónitas; el plexo izquierdo del corazón, atravesado por la espada. Sangre, el cáliz que libra las deudas del amor condenado. El golpe mortal para Elena atajado por la herida incurable de Tomás.
Cómplice de un destino inaprensible, la lluvia ha mojado, el final de la historia.
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No había sitio para los ojos íntimos de Marcelo. Educado en la conservadora academia de jóvenes herederos, debía sus emociones al patrimonio familiar y a la razón impecable. Mujeres bellas y nobles apostaban la juventud a su abrazo. Culta infancia de piano y esgrima.
Sabía de ella, con su faldón largo y sus piernas blancas. Un lujo para el cerebro criado en la belleza, una golosina para las reseñas indomables del macho asaltado por la ternura.
Tomás había sido cura desde que nació. La santidad y sus cataclismos magnificaron el poder en su acervo de buen humano. A tiempo, votos de sed, a tiempo, votos de honestidad. El cuerpo gobernado por la inspiración de un ser erudito y compasivo; casi un dios, experto en resurrecciones y lázaros. Intuía desde su armadura clerical una burbuja imposible, una gestación sólida que abarcaba el hombre y la mujer en el preciso segundo del enamoramiento, en su cercanía prohibida, vigilada, punible.
Las pasiones tomaron el crepúsculo con admirable valentía. Un día martes alumbraba el verano incipiente. Elena y Marcelo hacen del anochecer un refugio de sombras calientes, un arrecife de tuteos, un cosmos lesionado por la partitura secreta del amor. Sin vacilar la mano se adelanta, los hombros trasgreden, el velo cae y el logos palidece por la frugal savia que obnubila. Presos y mezclados ahondan en la infinidad del universo. Son una mónada aislada, atemporal, impostergable. Cuando tanto apetito y luz convergen en un solo acto, la cuenta terrena se detiene, los números quedan turbados por la asimetría, sacados de sus cuencas; el infierno se autodestruye como una pesadilla arrullada por la madre buena.
Tomás pidió a sus músculos la fuerza suficiente para detener la tragedia. Debía correr con la velocidad de los salvadores. Casi podía escuchar el tumulto de voces agitadas. Las armas, el sudor, las frentes atónitas; el plexo izquierdo del corazón, atravesado por la espada. Sangre, el cáliz que libra las deudas del amor condenado. El golpe mortal para Elena atajado por la herida incurable de Tomás.
Cómplice de un destino inaprensible, la lluvia ha mojado, el final de la historia.
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