EL DESPERTAR EN LA CIÉNAGA
Publicado: Mié, 03 Ago 2011 19:12
Al abrir los ojos entre la noche y el lodo vienen a mi memoria todas aquellas canciones que llegaban con su reverberación a la ciénaga.
Aletargada y escondida ponía atención en aquellos sonidos venidos del mundo de los vivos...
Tarareaba aquellas musiquitas celestiales que nunca vería.
Mis días de soledad y oscuridad en aquel lodazal pasaban tranquilos, despreocupados, mas algo faltaba en mi alma para sentirme plena y feliz.
Cuando los rayos del sol se escondían en cada atardecer trepaba por las escarpadas paredes rebosantes de barro y ponía todos mis sentidos en tocar las raices del abeto negro, tan suntuoso, tan expectante y vigía de todo lo que nos rodea.
Pero yo solo soy un pequeño roedor que juega con los mantos de hojas secas que se apilan entre cientos, y mis días pasan con tristeza al saber que no puedo irme muy lejos.
Cuando llega el cambio de estación, las ranas adultas bailan sin cesar en el techo del agua sucia y el ruido del agua al salpicar irradia nuestros corazones.
Es entonces cuando siento que algo crece en mi espina dorsal que se enreda como la hiedra hasta llegar a mis extremidades peludas y mojadas.
Yo solo quiero sentir el calor del último rayo de sol entre mis dedos arrugados y cubiertos de líquenes y moho...
Hoy es el último día para sentir el polvo de estrellas, aquel que hará que se cumplan todos nuestros sueños, aquel que hará que bailemos entre la brisa, con el corazón cantando y las mariposas no tengan miedo de posarse en nuestros cuerpos putrefactos.
Mi madre siempre me dijo que tuviera cuidado con las cosas que se desean porque a veces se cumplen, pero ella nunca deseó tanto como yo elevarse hasta el infinito.
Al caer la noche, las lágrimas de San Lorenzo aparecieron puntuales y mi empeño era tal que sujeté con mis pequeñas garras aquellas lágrimas que tanta felicidad me iban a dar. Por fin se había obrado el milagro, las flores llenaban mi diminuto cuerpo que cambiaba de forma al igual que la fragancia de todas las plantas que crecían en mí.
Mi ser se había transformado por completo, tenía brazos, piernas y rostro, y mis cabellos larguísimos eran adornados por guirnaldas de orquideas de mil colores y su aroma me llevaba a paraisos desconocidos pero siempre soñados...
Era tal el gozo que abandoné la ciénaga tan solo cubierta por las hojas y las flores en total armonía con la naturaleza.
No sentía frío, tampoco sed, solo anhelaba descubrir un nuevo mundo lleno de vivos colores donde oyes el rumor de los ríos y los pájaros te acompañan donde quiera que estés.
No dejaba de acariciar mi nuevo cuerpo tan suave y voluptuoso, y me detenía en el candor de mis mejillas, en la delicadeza de mi cuello, en el calor de mis pechos, en el dorso de mis manos agonizando entre mis muslos...
Al descansar apoyada entre dos piedras me quedé dormida y mis cabellos acariciaban el viento del amanecer con ternura, jugueteando como cuando las hojas caen formando un caleidoscopio en el cosmos.
Recuerdo que en ese preciso instante fui feliz.
Pero mis ojos ya no podían distinguir como se peinan las algas en mitad de la noche ni tampoco escuchar a las culebras deslizarse hasta la charca.
Dejé de sentir el arrullo de las cigüeñas a sus crías y en un acto de contemplación interior, soplé sobre mi mano la última brizna de polvo de estrellas que todavía guardaba.
Algunas noches donde el calor agita nuestros corazones acaricio las raices del abeto negro, recibiendo la esencia de lo que en realidad somos... parte de un todo.
M.P.G.V.
Aletargada y escondida ponía atención en aquellos sonidos venidos del mundo de los vivos...
Tarareaba aquellas musiquitas celestiales que nunca vería.
Mis días de soledad y oscuridad en aquel lodazal pasaban tranquilos, despreocupados, mas algo faltaba en mi alma para sentirme plena y feliz.
Cuando los rayos del sol se escondían en cada atardecer trepaba por las escarpadas paredes rebosantes de barro y ponía todos mis sentidos en tocar las raices del abeto negro, tan suntuoso, tan expectante y vigía de todo lo que nos rodea.
Pero yo solo soy un pequeño roedor que juega con los mantos de hojas secas que se apilan entre cientos, y mis días pasan con tristeza al saber que no puedo irme muy lejos.
Cuando llega el cambio de estación, las ranas adultas bailan sin cesar en el techo del agua sucia y el ruido del agua al salpicar irradia nuestros corazones.
Es entonces cuando siento que algo crece en mi espina dorsal que se enreda como la hiedra hasta llegar a mis extremidades peludas y mojadas.
Yo solo quiero sentir el calor del último rayo de sol entre mis dedos arrugados y cubiertos de líquenes y moho...
Hoy es el último día para sentir el polvo de estrellas, aquel que hará que se cumplan todos nuestros sueños, aquel que hará que bailemos entre la brisa, con el corazón cantando y las mariposas no tengan miedo de posarse en nuestros cuerpos putrefactos.
Mi madre siempre me dijo que tuviera cuidado con las cosas que se desean porque a veces se cumplen, pero ella nunca deseó tanto como yo elevarse hasta el infinito.
Al caer la noche, las lágrimas de San Lorenzo aparecieron puntuales y mi empeño era tal que sujeté con mis pequeñas garras aquellas lágrimas que tanta felicidad me iban a dar. Por fin se había obrado el milagro, las flores llenaban mi diminuto cuerpo que cambiaba de forma al igual que la fragancia de todas las plantas que crecían en mí.
Mi ser se había transformado por completo, tenía brazos, piernas y rostro, y mis cabellos larguísimos eran adornados por guirnaldas de orquideas de mil colores y su aroma me llevaba a paraisos desconocidos pero siempre soñados...
Era tal el gozo que abandoné la ciénaga tan solo cubierta por las hojas y las flores en total armonía con la naturaleza.
No sentía frío, tampoco sed, solo anhelaba descubrir un nuevo mundo lleno de vivos colores donde oyes el rumor de los ríos y los pájaros te acompañan donde quiera que estés.
No dejaba de acariciar mi nuevo cuerpo tan suave y voluptuoso, y me detenía en el candor de mis mejillas, en la delicadeza de mi cuello, en el calor de mis pechos, en el dorso de mis manos agonizando entre mis muslos...
Al descansar apoyada entre dos piedras me quedé dormida y mis cabellos acariciaban el viento del amanecer con ternura, jugueteando como cuando las hojas caen formando un caleidoscopio en el cosmos.
Recuerdo que en ese preciso instante fui feliz.
Pero mis ojos ya no podían distinguir como se peinan las algas en mitad de la noche ni tampoco escuchar a las culebras deslizarse hasta la charca.
Dejé de sentir el arrullo de las cigüeñas a sus crías y en un acto de contemplación interior, soplé sobre mi mano la última brizna de polvo de estrellas que todavía guardaba.
Algunas noches donde el calor agita nuestros corazones acaricio las raices del abeto negro, recibiendo la esencia de lo que en realidad somos... parte de un todo.
M.P.G.V.