Algún día, en una hora desconocida
podríamos gozar de la belleza,
que es ansia y sed de vida, de colores y formas,
si las muchachas obrasen espontáneamente,
si se nos ofrecieran ante nosotros
e incluso ante ellas como son:
agudas, sabias, tolerantes, amigas
del detalle cuidadoso, anhelantes
de cielos, hábiles en los bailes,
dichosas cuando andan;
sonrientes, felices,
cuando encuentran los ojos que buscaban;
amigas de los soles, amigas de las nieves,
amigas de las flores y las frutas.
Desde los grandes barcos miran las aguas
y su mirada, al penetrar en ellas,
se penetra más dentro, más arriba,
porque el mar las consuela de su melancolía.
Toman el sol en ese largo viaje,
y cambian de postura para encender la espuma
y que la tarde sea su armonía.
Se sientan sobre el verde,
sobre el césped pujante de la tarde,
cuando sus manos callan porque saben
que ya es el tiempo de la consagración.
Desde ese verde, miran, miran,
sonríen aun dentro de sí mismas
porque son ellas la mañana y la noche,
la más cálida espera de su día.
Y así se agitan en su inocencia:
levantan una pierna y otra,
movidas por un impulso secreto,
por algo que sólo a eso las impulsa.
Huyen del rascacielos: no les gustan la imagen
que han levantado unos desconocidos;
prefieren el calor húmedo y tibio del césped más cuidado,
que se llena de ellas y puede penetrarlas sin dolor.
Y alumbran nuevos hijos
porque quieren la paz en la frontera,
la luz en la esperanza del destino.
Será así la belleza:
porque sólo en el aire de esos cuerpos preciados
se nos devuelve en vida
el esplendor que fuimos un instante.
Y ya la nube ciega,
esa nube que vaga y cubre con su nácar
los horizontes,
será el espejo más fiel de los cuerpos hermosos.
l
MUCHACHAS MUERTAS.
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Juan Vicedo
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