La madre que la parió

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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José Manuel Palomares
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La madre que la parió

Mensaje sin leer por José Manuel Palomares »

Me enviaron a cubrir una baja laboral en una instalación no acostumbrada por mí. Pasar unas horas muertas como conserje en una pista de atletismo. Sí acostumbrada por mí como conserje, pero no en una pista de atletismo, observatorio ideal para mí, que soy amante del deporte. El poder dar cierta cuenta del cómo y por qué se entrenan los atletas. Qué potros desbocados los tuercen sobre la curva, cómo es posible desearlo tanto; saltan, se retuercen y corretean, los prisioneros aparentemente encantadores, pero monstruosamente maquiavélicos del rendimiento físico humano. Cuerpos tonificados, caras guapas. Como estudié en mis juventudes ciencias del deporte, y lo practiqué durante casi 20 años, sé de lo que hablo si puedo leer dentro de esa experiencia. Por eso, aunque ya no lo practique, el deporte, mi memoria me hace partícipe de facto, y una pista de atletismo, aunque no fuera lo mío, me trasporta, sea a modo minimalista, a un fuero de dioses olímpicos de patio del colegio y lecturas olvidadas de la facultad, a un recuerdo de la abundancia cuando yo iba siempre colgado de mi balón, pasándolo entre las piernas simplemente porque caminaba por la calle. Oh deporte, anatomía de un gigante, lo definía así José María Cagigal, decano teórico del deporte en España, allá por los años 70, sin saber aun el tipo del tamaño que alcanzarían las huellas que marcaba. El principal promotor de los INEFs. Uno de los claros culpables, viendo los resultados de hoy, de que ya no usemos el deporte para divertirnos, sino que nos hayamos convertido en esclavos de ello.

Bien, ese fue mi momento. El estar ya bien posicionado dentro de mi garita, y con los ojos listos sobre el deporte, incluso una libretita por si hubiera de tomar notas. Serían sobre las cinco de la tarde cuando empezó a brotar un fluir de gente. Aquí empezaron a aparecer, como ninfas florecidas y estilizadas o muchachotes a cada cual más feo, entre los 15 y los 20 años, la belleza de los cuerpos y el ímpetu inocente de su entusiasmo. Brota la vida. Pero eso es normal, que el ambiente me gustara, y si me pides que me psicoanalice después de contada esta historia, creo que ya lo hice con creces dentro del interrogatorio de mi culpa, pues en el mismo momento de ver pasar a una chiquilla (más me conviene decir que tendría 16 que si tuviera catorce), me pareció tan bonita, elegante, en su forma de mirar y de moverse, algo que me recordaba, y que me conmovió. Cabeza y mirada altiva, ojos tristes y celestes, abiertos e interrogantes, caminar ergonómico y señorial, piernas preciosas. Que no soy ningún pederasta lo demuestro contando todo esto, pero no sabe nunca uno hasta qué punto lo que le resulta bello, desde la sola admiración de su sensibilidad pre-kantiana, le haya de ser revisado luego por la fiscalía de menores. No una atracción sexual, sálveme el cielo, solo el hechizo. Pero de manera tan clara, cuando ya mis fuerzas hacía tiempo enflaquecieran, me fascinó la chiquilla hasta extremos que empezaron a resultarme preocupantes. Un día que se acercó a la garita y me miró unos segundos para saludar, y preguntarme no sé qué, sentí como si un hado me envolviera y un pajarillo se me escapara del nido. Pero qué coño, me va a hacer brujería la niña esta y precisamente ahora en horas de trabajo. Lo despaché pensando que no la miraría más mientras el trauma afectivo-occipital me siguiera tonteando. Quizá estuviera relacionado, todo esto, me excusaba, con mi otro problema de salud, o así lo tengo entendido y comprobado, que ciertas menguas fisiológicas puedan venir acompañadas, por su defecto en origen y falta intrínseca de pretensión, de una excesiva sensibilidad hacia la belleza pura. O que cuando la mente ya no necesita procrearse para sobrevivir, desarrolla, una cierta solidaridad compasiva para con el simio que fue, y una percepción desinteresada que es el ardid de la más precisa visión.

Pero para que se entienda mejor desde qué punto hablo, soy un completo desinteresado de las mujeres en su más estricto sentido romántico o sexual. Desde que lo dejé con mi ex virtual, hace más de 6 años, probablemente la mujer más guapa que hubiera dirigido sus ojos hacia mí, y la más extraña y desconcertante criatura psicológica, después de más de diez años escribiendo juntos y flirteando con mensajitos de wasap diarios, sin haber, a la postre, catado más muslo o pechuga que el que nos vendieran en las carnicerías imaginativas de las revoluciones informáticas, se deduce que de una forma retráctil e inconsciente se instalara en mí (y no la culpo a ella), un cierto resentimiento irracional hacia las mujeres. No digo que no me gusten, pero veo aparecer una mujer guapa sobre mi perímetro visual o que se dirige a mí en el trabajo, y un ligero olor a azufre me invade injustamente de malos presentimientos. Esa fue la buena enseñanza que me dejó la intrigante de mi ex, el regreso feliz y abrigado a la propia auto determinación física y afectiva, útero de la verdadera autoestima, por más que digan los tiempos que tanto importa follar. Un plus bien merecido de soberanía sospechadora, y una precaución casi olfativa ante las mujeres que específicamente me resultan más agradables. Si al hecho de que la muchachilla me resultaba especialmente agradable, unimos el que se trataba de una teenager, los pelos se me pusieron como escarpias.

Al día siguiente, y sin esperarlo, viéndola pasar otra vez, otro pálpito que se me escapó. Como si no pudiera evitarlo, ni medir la distancia, un tío ya de 50 años. Empezó a resultarme molesto, pues, aunque evitaba mirarla, quedaba un rabillo del ojo, advenedizo y traicionero, que era a la vez imantación de su presencia y culpabilidad de mi visión, miradas furtivas que se me hacían eternas. Lo que yo quería a estas alturas del cuento es que mi compañera de trabajo volviera por fin a su trabajo, y yo al mío, donde nunca he sufrido ese tipo de efectismos, quizá por ser los primeros deportistas que me encuentro por la mañana camioneros cuarentones que vienen a echar su partida de raqueta, o chicotes que juegan al futbol sala, por los que nunca he sentido más que un mero interés antropológico. Solo me pareció que algo andaba mal, y vistos mis antecedentes, que muy en mi contra y de seguir así acabaría socialmente crucificado y buscando mi propia muerte en Venecia a orillas turbias del Turia, dejando bajo sus aguas la triste calavera de mi encanto, y no me apetecía nada, mucho después de la catástrofe que nos asoló.

Wasap:

Oye, disculpa, katy, que te pregunte, solo por saber, ¿cómo va ese resfriado?, ¿se observan mejorías?, no es por meterte prisa, eh, pero, ¿cuánto crees que pueda alargarse la baja?

Katy: Uf, Jose, lo siento mucho, ya no es un resfriado, se me ha convertido en una pulmonía de tres pares de narices. Me han vuelto a dar cita para dentro de tres semanas.

Uff, ufff, vaya, lo siento mucho, pues nada, nada, tú tranqui y cuídate todo el tiempo necesario, yo seguiré por aquí al pie del cañón.

Katy: muchas gracias Jose, eres un amor.

(Yo: me cago en la puta).

Visto que el problema no podía resolverse por la vía administrativa, empecé a pensar en cómo quería pasarme las tres semanas siguientes que ya no me quitaba nadie, dentro de la mentada situación. Soy lento en mi forma de inteligir, pero listo en mi forma de reposarlo. Eso me salva la vida. Lo que realmente necesitas cuando llega el desarreglo sistemático de todos los sentidos, o entras en serio peligro de perder la propia honra, es una serie de consejos hábiles, elevados, y cortantes de toda tontería. Volver a tu centro (por más que digan los posmodernos que no existe un centro), el punto gravitatorio desde el que se mueven todos los hilos. La lectura, el sosiego que siempre me ha proporcionado. Ya que el trabajo me lo permitía, en lugar de perderme por ahí viendo corretear a los atletas y a los viejos chismorreando en los bancos del parque, me centré en las lecturas de Walter Benjamin, un autor con el que siempre me he sentido agraciado. Medio filósofo, medio escritor, medio poeta, vagabundo de la escritura en sus más simultáneos términos estilísticos y biográficos. Profundo, fragmentado, sueño de su tiempo, lúcido y enigmático a la vez. Otro loco de aquellos que tuvieron que enfrentarse a las escabechinas de la guerra. Angustiado, perseguido, se acabó quitando la vida antes de que lo pillaran los nazis. Bien por él. Qué tristeza siempre la vida de los escritores, es algo que me acaba llevando a la conclusión de que no soy escritor, ni quiero llegar a serlo por nada del mundo. Pero sí existe algo desde luego en la lectura, como lenguaje profundo, que te sitúa ante a una nueva verticalidad. Una compostura que no siempre puedes alcanzar desde tus propios medios. Así pasé dos semanas centrado en la lectura, y escribiendo alguna cosa por las noches, y eso me hizo inmune a todo. La chiquilla ya no me provocaba el más mínimo sentimiento, menuda pereza las adolescentes, estaba su belleza, sí, pero ya no asustaba, era una chiquilla como otra.

Y aquí llega la parte mágica de la historia, pues uno de los últimos días de estar por allí, vi acercarse ya desde lejos una figura bien reconocida por mí, con sus casi cincuenta muy bien llevados, una proyección desleída por el paso del tiempo, pero guapa todavía. La que fuera mi segunda novia, allá por mis veinte años. La muchacha por la que hice las mayores absurdeces que alguna vez hice yo nunca por amor. Coladito, ridículo, estuvimos diez meses y luego lo dejamos sin amarramientos ni reproches, solo con amor agradecido.

Al verla llegar y casi de forma automática lo entendí, descansé, y me escondí, y ella siguió caminando hasta el borde de la pista, a su encuentro, ahora la besaba y le ponía el abrigo sobre los hombros, a la pequeña diablesa que a mí me había tocado la fibra. La madre que la parió.
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