Primero fue la felicidad.
Esa que el impulso de la inocencia aúpa hasta las copas de los árboles
y parece que flotas.
A por el pan, de la mano firme y añosa,
la fuente del cariño que caminaba tropezando entre cascotes.
Bolsas en la otra mano,
cabras en los escombros buscando periódicos que rumiar y alguna margarita.
¿Te acuerdas de mí?
Sabía de memoria los ríos de España,
sabía que sus manos eran pequeñas todavía;
sabía crecer sobre el pupitre.
Los senderos fueron líneas de colores en un mapa.
Vida ordenada para perderse entre lo insignificante.
Primavera de nubes anchas sobre las que caminar hacia veranos de tormentas.
¿Te acuerdas de mí?
Las gotas de lluvia eran océanos para sus ojos y las hormigas incomprensibles.
Caricias de la voz. Caricias ásperas del recuerdo. Caricias de la vida nueva.
Hablaban de ella y decían no acordarse.
Conocían su sonrisa y decían no acordarse.
Miraban su figura y pensaban dónde estuvo.
Cuándo salió de sus vidas, aquel gesto impreciso, aquel modo de decir.
Cuándo fue aquella risa que atrajo sus miradas.
¿Te acuerdas de mí?
Luego, otra felicidad, la que te asienta bajo las copas de los árboles
sin necesidad de líneas de colores,
la que discurre a saltos entre anochecer y madrugada
ahora ya que los océanos parecen gotas de agua
y la mantequilla se funde a temperatura ambiente.
¿Te acuerdas de mí?
Envueltos en celofán, todos decían no acordarse,
pero todos recordaban que participó en sus vidas,
como participan las nubes,
las tardes templadas entre flores de benevolencia.
...