Crítica literaria a "Mar abajo", de J. J. Martínez Ferreiro

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Rafel Calle
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Crítica literaria a "Mar abajo", de J. J. Martínez Ferreiro

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MAR ABAJO, DE J. J. MARTÍNEZ FERREIRO

Las chimeneas humeaban
en los tejados corrompidos.
Tras los ventanales del mirador
asomaba un rostro difícil,
como si fuese demasiado
pensado por el demiurgo hacedor
de rostros.

“Mar abajo”, de J. J. Martínez Ferreiro es un poema en prosa versicular que bien podría ser un poema en verso, ya que los periodos rítmico-sintácticos que ha construido el autor permiten una lectura prácticamente igual (salvo la omisión de la pausa versal) a la que resultaría en el caso de un poema con el axis rítmico en las sílabas pares.

Se trata de un trabajo de gran riqueza sensorial y simbólica, donde el lenguaje despliega un imaginario denso y envolvente, oscilando entre lo onírico, lo mítico y lo cotidiano. Su estructura fragmentaria nos sumerge en una serie de estampas que, aunque aparentemente autónomas, están unidas por una atmósfera de melancolía y trascendencia.

Uno de los aspectos más notables del poema es su capacidad de materializar imágenes con una intensidad casi pictórica. La plasticidad del lenguaje convierte cada escena en una suerte de cuadro impresionista donde los colores, las texturas y los movimientos se yuxtaponen a base de una cadencia propia.

El uso de metáforas de gran carga sensorial (las “estepas de las caras”, “el magma bajo una tierra de purísima ternura”, “un mar untado por el gasoil de los remolcadores”) otorga a la obra un carácter corpóreo que oscila entre lo bello y lo inquietante. En esta ocasión, Ferreiro no se conforma con una poesía contemplativa, meramente evocadora; su lenguaje, con una densidad casi táctil, nos sumerge en la fisicidad de los cuerpos, los objetos y los elementos naturales.

El autor también juega con un tono de gravedad arcaica, cercano a los relatos míticos, en frases como: “Tras las girándulas de alta mar […] emergía la ciudad mítica con sus piedras y aves rotundas”, o la imagen final de los hombres “halando las ofrendas en tinajas llenas de vino”, que nos transporta a un tiempo intemporal, casi ritual.

El poema está estructurado en una serie de imágenes que se despliegan como escenas sucesivas observadas por una mirada errante. Este desplazamiento se percibe en la progresión de los espacios: desde el ámbito doméstico y cerrado del orfanato, con sus chimeneas y cocinas, hacia la apertura de la ciudad portuaria y finalmente la vastedad del mar y la mítica ciudad que emerge en el horizonte. Este movimiento es también una fuga: “Los ojos huyeron de la humosa intimidad del puerto y resbalaban mar abajo”, una imagen que refuerza la sensación de tránsito y fluidez, como si el propio poema fuera una corriente que arrastra la mirada del lector a través de sus estampas.

Uno de los aspectos más fascinantes del poema es su capacidad de superponer distintos estratos de realidad. Hay una coexistencia entre lo cotidiano y lo legendario, entre la crudeza de lo industrial y lo sagrado.
El puerto y los astilleros aparecen como “templos costeros donde se postran y piensan los navíos”, transformando lo funcional en algo casi místico. Lo mismo sucede con la imagen de los hombres arrastrando tinajas de vino, que evoca ritos dionisíacos en un contexto industrial. Esta dualidad es clave en la poética de Ferreiro: las chimeneas y los hornos pueden ser tan trascendentes como los fanales y los templos; las cocineras, con sus movimientos pesados y cálidos, se convierten en figuras casi mitológicas.

El poema de Ferreiro destaca por su capacidad de generar un universo denso, simbólico y sensorialmente abrumador. Su lenguaje, lleno de metáforas corpóreas, construye un mundo donde lo industrial, lo mítico y lo natural coexisten en una tensión constante. La mirada errante del poema nos conduce desde la intimidad de un orfanato hasta la vastedad del mar, en un viaje que es tanto físico como simbólico.

En fin, “Mar abajo” recuerda a ciertas tradiciones modernistas y barrocas, pero con un tono contemporáneo que oscila entre la crudeza y la trascendencia. Es un poema que exige una lectura atenta, pues en cada imagen se condensa un significado que resuena más allá de su literalidad.

Mi más afectiva enhorabuena, don J. J. Martínez Ferreiro, en esta ocasión usted se ha salido.
Un fuerte abrazo.




Las chimeneas humeaban en los tejados corrompidos. Tras los ventanales del mirador asomaba un rostro difícil, como si fuese demasiado pensado por el demiurgo hacedor de rostros.

Penetrando a través del tragaluz del orfanato surgían las cabezas de los chiquillos en las mesas del refectorio; sus labios suculentos y mordaces expandían las estepas de las caras.
Al mando de hornos y fogones se agitaban las cocineras. Mientras zarandeaban las sartenes sus pechos se movían calientes y pesados —uno imaginaba los charcos de leche espumando con la devoción del magma bajo una tierra de purísima ternura.

Al final de las ramblas portuarias, un grupo de muchachas ataviadas con faldas coloridas acunaban las piernas reflejando sus cuerpos sobre un mar untado por el gasoil de los remolcadores.

Los ojos huyeron de la humosa intimidad del puerto y ahora resbalaban mar abajo como si acariciasen la superficie de un plato azul, acompasando la cadencia de los delfines sobre el agua como si evocasen la pausada liquidación de un sueño.

En la costa, grandes fanales impregnados de insectos zumbando alumbraban los astilleros, esos templos marginales donde se postran y piensan los navíos.

Tras las girándulas de alta mar, donde dan vuelta los alcatraces rayando las armaduras de salitre, emergía la ciudad mítica con sus piedras y aves rotundas, con las banderas al viento, con sus estrellas posadas sobre las atalayas, donde los vigías de tres párpados exhibían su musculada desnudez.

Centenares de hombres dispuestos en filas interminables halaban las ofrendas en tinajas llenas de vino. Se escuchaba de fondo la crudeza de los tambores golpeados por las bacantes.

Que los pilotos errabundos giren los timones, esos que llevan los ojos poblados con líquenes arborescentes.
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