Saboreando un cigarro condega, tabaco de Estelí.
Que el tabaco mataba, decían los expertos, con un tono pavoroso, entre maternal y científico.
Entonces rehusé el amor de los pitillos, insulsos americanos, puritanos amortajados en blanco papel y boquilla dorada, como bellas de Hollywood cuando besan con fino cuerpo de celuloide. Desistí, aun llamándose camel o more, lo que ya solo bastaba a despertar turbios anhelos en mi paladar.
Pero a veces me tentaban amargos diablillos canarios, de híspido sabor y picante pobreza, no buenos, aunque rebosantes del fragor de una tierra curada en lava y alisios vientos. En ellos a veces despertaban, como por milagro, ciertos resabios de lejanas tierras caribeñas traspasando el Atlántico; ¡qué descuido fatal a mis pulmones!
Un día, no sé cómo, tal vez me vi llevado por raro azar hasta un humilde y estrecho estanco en un sombrío callejón de Madrid, o quizás espoleado por pedante experto en algún raro foro de fumadores. El caso es que llegó hasta mis manos un bello robusto , cilindro prieto de corona roja de restallante fulgor y nobiliario nombre de condega. Era como un bastardo habano, desterrado de Cuba y llevado a criar a una sórdida heredad de Nicaragua. Prendí su cuerpo tostado, de atrevida mulata, apretada y bella, sintiendo su savia de especias recorrer mi lengua, como si Colón hubiera por primera vez saboreado los labios vírgenes de una doncella taína, llena de fuego y esperanza. Allí fue la consunción de la canela hermanada con el clavo. Allí nació el tronco vivaz del palosanto, injertado en verde sándalo y el hervor del cacao que funde en el café de buen puchero traspasando mi alma de colono estúpido, recién llegado al paraíso. Absorto saboreé cada densa bocanada. Sentí el humo del volcán denso de azufre que manaba del fondo de la tierra hasta fecundar una selva cuajada de orquídeas.
No fumes, decían, que mata, pero mata con el éxtasis puro, con el ígneo sabor de mil maderas llamadas a ser pira de los dioses.
