El sueño teme a la verdad.
Con la puntera del zapato derecho
voy descubriendo tierra bajo las hojas secas.
Me escondo tras un árbol
—el robusto tilo—
o me hundo en un seto.
Son las seis de la tarde
y el sol hace chirriar las cigarras.
Vuela algún mirlo a ras de tierra,
entre las sombras.
Cuando me acerco al león
—de carcomida piedra—
acaricio sus ojos ciegos, fríos y húmedos.
Voy corriendo al estanque
lleno de verdes hojas
y la rana se esconde a mi llegada.
Agito con la rama el fondo sin fin
y el frio me descubre mi mano.
El jardín puede sangrar también
mordiendo con la hierba el alma.
Hasta mis ojos llega el sol de la tarde
filtrado por las ramas.
El suelo está cubierto de hojas secas
y parpadeo…
…y arrastro los pies.
Cuando aparece el pony,
echo a correr.
Me sigue.
Tropiezo con las hojas
y siento el suave morro
empujando con dureza mi espalda.
Desde el suelo,
grito ya sin voz.
Oigo las risas de los secos.
Y aparezco sin rostro, fría y húmeda. Muñeca rota.
Las voces.
Las seis.
El tiempo detenido del jardín.
Sopla la brisa: