Novela: El amor en los años sesenta

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Rafel Calle escribió: Dom, 19 Feb 2023 11:43 Un trabajo por el que sin duda hay que felicitar al autor y, desde luego, yo lo hago con mucha alegría.
Enhorabuena, Óscar.
Abrazos.

Más de un año ha pasado de este mensaje tuyo, apreciado Rafel y, bueno, no me queda sino agradecerte este apoyo. Creo que la historia ya no dejará de marchar hacia su final. Ojalá que el tiempo también se encuentre de mi lado.

Un gran abrazo.
Óscar
La poesía es la única soga de la cual dispongo siempre que caigo en el pozo del todo sin sentido.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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E. R. Aristy escribió: Dom, 30 Abr 2023 14:53 Vaya, Oscar, que bien elaborada, interesante y evocadora es esta capsula de los tiempos y sazones de los 60 en un pais lationoamericano. He ido leyendo de poco a poco y en cada capítulo encuentro tu buen hacer y lucidez. Seguiré la lectura. Abrazos! ERA
Gracias, mi querida amiga, por tu presencia y tu amable comentario. Desde ahora, aceleraré las entregas.

Un saludo con cariño.
Óscar
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Capítulo 3 TP


3tpA


En Matilde, sometida por la publicidad desde muy pequeña, cualquier anuncio despertaba la compulsión de adquirir, desde ropas hasta golosinas de todo tipo. Esta debilidad se controlaría, años más tarde, sólo cuando empezó a luchar contra la incipiente obesidad. Dejaba de comprar ropas cuando la talla aumentaba; y, las golosinas, cuando el espejo le decía: «¡Dios mío, qué gorda estás!». En cuanto a la selectividad, solo compraba los productos o prendas de marcas conocidas. («¡Ah, no! Ese pantalón no me gusta —sin probárselo—, no me sentará el corte»).
Una tarde, Matilde tenía necesidad de realizar algunas compras para ella y su hija; entonces, después de dejar a Liz al cuidado de la abuela (no conseguía aún empleada doméstica), emprendió rumbo al centro de la ciudad.
Cuando estaba en la gran tienda, escogiendo algunos pantalones para probarse, alguien le tocó el hombro, mientras exclamaba:
—¡Pero si eres Matilde!
—¡Silvia! —soltó, a su vez, Matilde, luego de voltearse y reconocer a su antigua mejor amiga y compañera de colegio.
—¡Tanto tiempo! —Silvia liberaba su alegría con espontaneidad.
—Verdad… —siguió, Matilde, como recordando las tantas anécdotas compartidas.
Se abrazaron, se besaron, se miraron con ojos brillosos, turnándose ambas en dar un giro completo ante la mirada de la otra (se trataba de una vieja forma de saludo que significaba: «mira lo bien que estoy»). De nuevo se abrazaron y se besaron en ambas mejillas. No dejaban de tomarse de los brazos, de palparse espaldas, cinturas y caderas, de acariciarse las mejillas con el dorso de las manos. Era evidente que se tenían una gran estima.
—¡Querida…, se te ve hermosa!... ¿Qué hiciste?... ¿Cuál es tu receta?
—Nada de recetas. No seas exagerada… Tú eres a quien se ve bien. Estás elegante —decía Matilde, mientras observaba a su amiga de arriba abajo—. ¡Qué ropas, mami!
La amiga sonreía, segura de sí misma, amparada por las ropas de «Alta Costura» que vestía, por el impecable cuidado de su cuerpo, de sus cabellos, halagada por el trato expansivo —casi envidioso— de Matilde.
—¿Dónde te metiste todo este tiempo? —Silvia le tomaba de ambas manos— ¿Te casaste?... ¡Dale!... Cuéntame todo; estoy ansiosa por saberlo.
—Bueno —respondió Matilde, sonriendo de pura alegría. Hacía tiempo que su corazón no gozaba de tanta placidez—, ¿qué tal si nos tomamos un café, mientras te abro mi alma?
Salieron de la tienda, abrazadas, sin parar de hablar un instante. A veces las palabras chocaban entre sí y ninguna entendía lo que la otra decía. Se sentían apresuradas por saber una la vida de la otra. No se veían desde la época del colegio. Era lógico que tuvieran esa curiosidad, pues eran tan amigas, tan inseparables, hasta el punto que hacían planes para un futuro común, para seguir juntas por la vida. Sin embargo, no se volvieron a ver ni a saber nada de sus respectivas familias.
—Me casé con un médico, y tenemos una hija, una única y adorable criatura.
Al decir esto, Matilde sintió como si un soplo del subconsciente reviviera ciertos fantasmas que ensombrecían el orgullo de presentar a su familia. Le dolió constatar que la dicha de reencontrar a su amiga se apagara bruscamente; aunque, por suerte para ella, fue solo un instante de decaimiento, porque rápidamente le regresó su ego. Se sintió contagiada por el encanto apabullante de su amiga; y, ese hecho, lo tomó como un buen augurio para desear recuperar el viejo vínculo. «A su lado volveré a ser como antes», pensó.
—¡Ah…, qué suerte la tuya! —dijo Silvia, enfatizando sus palabras, para no dar curso al cambio de expresión que había percibido en su amiga. Había notado, en una imagen fugaz, una cierta melancolía en el bello rostro; pero como ella era una mujer de naturaleza optimista y extrovertida, con pretensiones de vivir cada día como si fuera el último, y a quien solo importaba sentirse bien consigo misma, repudiaba la idea de responsabilizarse por los problemas existenciales de otros. Cuando alguien, alguna amiga o su propio marido, trataban de hacerle partícipe de alguna depresión, de algún desánimo, una mala noticia del periódico, reaccionaba iracundamente, diciendo muy segura de sus convicciones: « ¡Ah!, no. La amargura es para gente débil que busca la compasión. Yo no quiero entrar en ese juego de autodestrucción».
Todo en Silvia trasuntaba voracidad. Cada cosa que hacía, lo hacía con pasión como si la vida fuera demasiado corta y quisiese sacarle la mayor tajada posible. No era hermosa; al contrario, era más bien de rasgos vulgares; pero, el trabajo que había hecho, exterior e interiormente, por sí misma, la volvieron muy atractiva. Vestía ropas muy finas, de un estilo clásico, tipo «chanel», que se había impuesto en el círculo acomodado. Los trajes eran su vestimenta preferida, así como los zapatos argentinos de tacones bien altos y medias de nylon de variados colores. El cabello siempre arreglado por manos expertas de peluquerías caras. Tenía la debilidad de cambiarse la coloración al dos por tres: le gustaba sentirse distinta, diferente. Era como si asumiera un personaje, un papel cinematográfico (con grandes sombreros, a veces), que la hacía sentirse glamorosa como las estrellas de Hollywood (quienes eran sus modelos a imitar).
Su trato era atrapante, succionador de voluntades; se pasaba el tiempo haciendo bromas, llevando a cabo mucho contacto físico, sean mujeres u hombres, comentando el lado jocoso de cada cosa y admirando las cosas lindas que tiene la vida. Todo esto convertía a Silvia en la mujer que Matilde necesitaba como amiga, para extirparse el pesimismo, los días en que los astros se apagaban, las penosas dudas existenciales que a veces la dominaban.
—Mejor, háblame de tu vida —le dijo, Matilde, contagiándose de a poco con la risa abierta y el carácter extrovertido de su excompañera.
—Yo me casé con un hombre maduro muy simpático y macanudo —arrancó ella —. Es ingeniero y se pasa todo el tiempo trabajando. Ama más su trabajo que a mí (sarcasmo). Pero no me hace faltar nada —decía como si estuviera contando un chiste. Hablaba riendo por momentos a carcajadas, dando a entender que le encantaba que su marido se comportara así.
—Entonces, ¿te trata bien?
—Me trata como a una reina; y para que no me canse de él, me deja mucho tiempo sola, mientras él anda por ahí, construyendo sus carreteras (siempre sonriente, siempre alegre).
Matilde reía de buena gana. Su corazón latía con fuerza. Estaba emocionada. Por primera vez, después de mucho tiempo, volvía a sentirse tan contenta, como si hubiera recuperado la brújula de su vida. Lo que más la embelesaba, creándole una envidia sana, era el estilo del matrimonio de su amiga, relación donde el marido era un instrumento del bienestar de su pareja. Matilde notó que para Silvia, lo verdaderamente importante era su propia vida (lo que caía dentro de su órbita cotidiana); todo lo demás eran razones vagas, lo lejano, lo intrascendente. .Su egocentrismo era patente
—Eres una loca —le dijo Matilde cariñosamente— y me siento muy feliz de haberte encontrado. Una loca linda.
—Espera a que termine mi historia —le dijo, a su vez, ella. Le aguijoneaba el interés que mostraba su bella amiga—: le pongo los cuernos a mi marido, te confieso. —Las dos estallaron en sonoras carcajadas que llamó la atención de los otros clientes del bar.
Luego, Matilde, como pareciendo reflexionar, le preguntó:
—Pero, ¿por qué haces eso? ¿Qué piensas tú de tu marido, de los hombres?
La respuesta le nació de forma espontánea:
—Que son unos verdaderos animales, unos seres primitivos dominados por el instinto sexual. Pero son imprescindibles, son nuestros proveedores, aunque a veces se merezcan esos feos cuernos que llevan.

Cada hombre que entraba al bar, era observado por Silvia, con la misma atención que prestaba a las mercaderías de las tiendas o a un automóvil nuevo; y en su expresión podía leerse si el su(ob)jeto era de su agrado o no. Ella se sentaba con distinción, irguiendo el cuerpo, sin descuidar lo que acontecía en las otras mesas, al mismo tiempo que prestaba atención a su amiga, sonriéndole constantemente.
Matilde se sorprendía segundo a segundo. No podía creer que la vida le favoreciese de esa manera. Ella, que tanto había sufrido, que se devanaba los sesos tratando de encontrar la fórmula de la felicidad, tenía ante sí, a una mujer que parecía tan alejada de aquellos conflictos. «¿Cómo se hace para llegar a ser así?», pensó en un momento. Es decir, que encontraba aquella forma de vida, no sólo atractiva, sino como una solución para su largo calvario. «Siempre fui estúpida. No tendría que cuestionarme tanto», seguía pensando, mientras escuchaba atónita el sonido de la lava que emanaba del volcán sonoro que se abatía sobre ella. Ahora conscientemente, anhelaba ser como Silvia, por todo ese derroche de vitalidad, por la suerte de las triunfadoras que la acompañaba; pero, era una aspiración sana, porque sentía que ella también podía alcanzar ese estado vital. Sólo era necesario un poco de suerte y ganas también para ella, prenderse a aquella recuperada amistad, absorber aquellos principios, aquellas verdades crudas de la realidad, que tan bien le trasmitió su amiga, y del resto se encargaría el tiempo. Esa esperanza vino a corregir definitivamente el rumbo de su vida. Sentía que, de pronto, algo había cambiado en ella, algo determinante que la impulsaría a no ser nunca más la persona indefinida que fue siempre; percibía que una fuerza nueva se incorporaba a su voluntad para pulir su carácter, y se emocionaba por ello, de la revelación de sentirse más dueña de sí misma, de recuperar su autoestima.
—Te vuelvo a repetir, Silvia, que me siento muy feliz de haberte encontrado.
—Volveremos a ser compinches como en el colegio, ¿si? —dijo, aquélla, guiñándole un ojo.
—Me encantaría —respondió, Matilde, con la sonrisa de un ejecutivo que cierra un buen negocio. ¡Ah!, me olvidaba decirte que me veo con Carolina, nuestra excompañera. ¿La recuerdas?
—Sí, sí, Carol, claro que la recuerdo.
—También se casó —dijo Matilde—. Tendríamos que reunirnos un día.
—Me encantaría —dijo Silvia—. La invitaremos a casa.
El destino les había regalado la casualidad de aquel encuentro, y no serían ellas quienes desaprovecharían tanta fortuna.
Anotaron las respectivas direcciones, los números telefónicos, y dieron por terminado el encuentro.
Cuando Silvia se marchaba con sus grandes bolsos de compra, Matilde sintió que la vida, a pesar de todo, seguía siendo hermosa, digna de sortearla con una buena porción de egoísmo y de los brazos de una amiga verdadera.


3tpa
Aquel día, Carlos y Matilde decidieron acudir al cine. Ella no quería perderse por nada del mundo el filme Bonnie y Clyde del cual hablaban todas las emisoras de radio y los diarios. Invitó a Silvia con su marido, pero le dijo que ellos tenían ya un compromiso para esa noche «Lo siento mucho, querida; pero, otra vez será».
Antes de entrar al cine, en un escaparate de una casa comercial que vendía televisores, había como cinco aparatos funcionando al mismo tiempo, en el único canal del país. Estaban transmitiendo la llegada del hombre a la luna. Era el 21 de julio de 1969, cuando el comandante Neil Armstrong pisó la superficie del satélite terrestre (suceso que mucho cuestionan). La gente se encontraba vivamente impresionada. Algunas señoras dejaban derramar gruesas lágrimas de contento. Una de ellas llegó a decir: «¡gracias, mi Dios, por ser testigo de este milagro!» Otra señora, tomada de la mano de un niño, miraba absorta, hasta que el niño, quien también miraba encandilado, dijo con mucha firmeza: «Voy a ser astronauta, abuela». Ella lo miró con ternura, acariciándole la cabeza.
La poesía es la única soga de la cual dispongo siempre que caigo en el pozo del todo sin sentido.



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Ana García
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Sigo la estela de esta serie. Me ha gustado la vida de Silvia. Hace lo que quiere, puede hacerlo.
Abrazos.
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Ana García escribió: Dom, 26 May 2024 10:24 Sigo la estela de esta serie. Me ha gustado la vida de Silvia. Hace lo que quiere, puede hacerlo.
Abrazos.

Gracias, Ana. Eres un impulso para mí. Te comento que, según la escaleta, me faltan todavía 22 capítulos. Celebro que me leas.

Te mando un abrazo de amistad.
Óscar
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Capítulo 4 TP


4tpA


Al poco tiempo, Carlos se hizo de una buena cantidad de pacientes, porque, además de sus innegables condiciones profesionales —y de sus conocimientos de medicina natural—, poseía la cualidad humana de ser amable, más aún con las mujeres, y más aún con las señoras de la tercera edad, a quienes abrazaba y besaba con cariño y naturalidad. Su mayor orgullo, en este sentido, constituyó en tener como paciente al presidente del club de fútbol más popular del país, un hombre poderoso por su riqueza, fruto del privilegiado contacto que tenía con el círculo del poder. De esa suerte nació la necesidad de contratar una secretaria. Y cuando se puso a barajar a las posibles candidatas, no tuvo dudas de que Teresa era la ideal. Existían varias razones que certificaban dicha elección. En primer lugar, se sentía seguro de la eficiencia de su prima política, ya que, la misma, había realizado un curso de secretariado; en segundo lugar, contratarla significaba alegrar a toda la familia. Dada su condición de deshonrada, el hecho de encontrarse un tanto desorientada, era una preocupación constante para todos los allegados; y, por último, la razón más importante para la contratación era que Teresa le gustaba como mujer, y pensó que trabajar con una persona que le atraía químicamente siempre haría que las horas laborales fueran más gratas. Habíamos dicho que era heredera de la belleza de los Lefort; y ese solo hecho bastaba para hacer surgir el deseo en cualquier hombre. Además de eso, se encontraba el dilatado problema conyugal de Carlos que, sumado a su propia naturaleza licenciosa, lo incitaba a poner sus ojos deshonestos en su prima política.
En esa época, cada vez más, Carlos se lanzaba a la búsqueda de satisfacciones sexuales «más normales», menos conflictivas de las que lograba con su esposa. Sin necesidad de llegar a comportamientos acosadores, su atractiva apariencia y su condición de médico le facilitaban ostentar el aura de la popularidad, hecho que aumentaba su encanto ante las mujeres. Pero su arma más poderosa era saber escuchar los dramas femeninos y expresar, en medio de las conversaciones, piropos inteligentes y sorpresivos, los cuales lo hacían irresistible. Cuando una mujer en particular le atraía, Carlos se comportaba de una forma adorable, elegante, simpática, sin llegar jamás a forzar la situación; su lema era la paciencia hasta lograr que la mujer se rindiera, para llegar al sexo solo si ella estaba dispuesta, de una forma en que pareciera una entrega por voluntad propia. Y cuando la rendición se consumaba, él sentía un enorme vació que lo obligaba a nuevas conquistas. Ni más ni menos que el famoso don Juan Tenorio, que saltaba de mujer en mujer, sin encontrar jamás a la mujer que lograra sustituir a su adorada Matilde, hecho que convertía su vida en una crónica insatisfacción.

Carlos consideraba a Teresa como una presa fácil, una mujer «usada» que no opondría una franca resistencia ante su asalto. (El tigre había elegido a su víctima y solo le faltaba ultimar los detalles para iniciar su ataque.)
Para contratar a Teresa, no podía, sin embargo, hacer una proposición directa, teniendo en cuenta las sospechas que podría despertar. Debería valerse de una insinuación sutil a su mujer. Por eso, se sintió muy complacido, cuando Matilde le dijo:
—Creo que Teresa es la persona ideal para ese trabajo.
—Ojalá no cometa nada irresponsable —le respondió Carlos, con aire de falsa gravedad, de falso jefe exigente. Su cinismo estaba siendo depurado constantemente.

La prima, al cabo de unos meses, se recuperó totalmente de su desgraciado matrimonio. La favoreció muchísimo el hecho de no haber tenido hijos. Con su nuevo trabajo se olvidó para siempre de su marido alcohólico, volvió a preocuparse con pulcritud de su aspecto físico: una hora por día de caminata en la plaza del barrio, aseo personal perseverante, peluquería y manicura, elección cuidadosa de su vestimenta, y una intensa gimnasia espiritual para recuperar su amor propio, su optimismo. Abandonó el hastío de la espera, y enfundada en su nueva condición de «mujer libre» (la cual prefería a la de soltera) se predispuso a la expectación de nuevas emociones para su vida.

Las relaciones en el consultorio muy pronto pasaron del trato convencional, a otro de más confianza. Sin pérdida de tiempo, Carlos, tomando la iniciativa, asedió a Teresa con toda forma de galanteos: no se cansaba nunca de decirle que estaba hermosa, lo cual no dejaba de agradarle a ella. Al fin de cuentas, Teresa había heredado también la vanidad de las Lefort.

Sin embargo, ella era consciente de que los galanteos de su primo podrían ser solo intenciones fríamente carnales, en el sentido de ser utilizada como amante esporádica, al margen del matrimonio. Su naturaleza de hembra, naturalmente, admitía la posibilidad de provocar deseos sexuales en cualquier hombre, aunque se sentía lo suficientemente dueña de sí misma como para impedir que machos encabritados vinieran a avasallar su dignidad.
Cuando se introdujo en el juego de Carlos, tolerando sus tentadores galanteos y sus regalos, y en cierto modo, incentivándolos, no se imaginó nunca acostándose con él; o sea, no esperaba que Carlos pudiese transponer los escrúpulos del lazo familiar para atreverse a proponer la intimidad. Pensó que podía seguir la broma hasta el cansancio, sin temor alguno. No tuvo en cuenta que Carlos había superado ya el nivel moral que ella aún conservaba.

Un día, después de varios, meses de vacilaciones, sin encontrar un resquicio por dónde meterse para apoderarse de aquel cuerpo —que para entonces lo tenía ya cautivado—, Carlos se propuso como plan de conquista la sorpresa. Con la sospecha de que Teresa arrastraba esa característica de negarse queriendo (lo que muchas mujeres hacen para aplacar los sentimientos de culpa), Carlos decidió ese día, violando sus principios de seductor moderado, llegar a las manos: sosteniéndola por ambos brazos, intentó besarla. La reacción de Teresa fue de categórico rechazo, aunque no hubo un enojo tajante, una amenaza terminante para que él la dejara en paz, en el sentido, por ejemplo, de amenazarle con renunciar al trabajo, o que denunciaría a la familia el «vil» comportamiento. Al contrario, ella siguió trabajando en el consultorio con la mayor naturalidad; y no solamente prosiguieron con las anteriores bromas, sino que el manoseo poco a poco pasó a formar parte del juego. Los intentos por robar el beso se repitieron día tras día, y ella parecía ir acostumbrándose cada vez más al trato impúdico, aunque, manteniéndose firme, defendiendo la convicción de que su intimidad no era para el hombre que la abordaba.
Sucedió, entonces, que una tarde en que estaban por cerrar el consultorio, Carlos, enloquecido por el encanto especial que ese día Teresa despedía, la tomó con más fuerza que de costumbre consiguiendo el beso tan ansiado, y más que el beso, la certeza de que ese día, en ese momento, antes de salir a la calle, la poseería.
Durante el forcejeo, cayeron sobre el sofá, lo cual favoreció el trabajo de desgate que emprendía el mujeriego. Después de una ardua batalla, durante la cual, Teresa se negaba a ceder un mínimo de terreno, Carlos logró llegar a todos los rincones del cálido cuerpo; y el inmenso placer que le inspiraba la indefinida conquista, le proporcionó mayor fuerza, más convicción, para conseguir aflojar aquellas defensas que se atenazaban. No podríamos saber los profundos sentimientos que dominaron aquellos momentos el alma de Teresa, aunque me atrevería a conjeturar que su actitud, aquella rabia que manifestaba, las palabras que decía, las amenazas, el retorcimiento como si estuvieran robándole su virginidad, todo su comportamiento en general, no tenían la suficiente convicción como para hacer creer que categóricamente no quería la cosa. Sus exagerados gestos y quejas daban, más bien, a entender que no quería demostrar la condición de mujer fácil; quería a toda costa salvar las apariencias. Liberada de ese miedo, como un luchador vencido después de oponer la más heroica resistencia, ella se sentiría muy tranquila con su honor. «Me hizo porque no lo pude impedir», podría decir para apaciguar su conciencia.
¿Cuánto hacía que Teresa no mantenía relaciones sexuales con un hombre? ¿Y acaso era insensible a los llamados del instinto? Después de una lucha a puro músculo, donde fue perdiendo terreno milímetro a milímetro, finalmente, abandonó su resistencia. En ese instante, cuando comprendió que el acto era inminente, su actitud cambio radicalmente, y de la negación pasó a la aceptación, como si pensase: «ya que es imposible que lo impida, lo voy a gozar». Se entregó con propia voluntad, dominada por el deseo. Fue una maratónica carrera que Carlos no olvidaría en mucho tiempo, quedándole a flor de piel las vibraciones torrenciales del encuentro. Carlos la poseyó sin que Teresa se sacara la ropa. Luego ella se puso de pie, mientras se alisaba el vestido con la mano. Sonrió con un dejo de ironía, y siguió comportándose como una eficiente secretaria, como si nada hubiera acontecido. Al otro día, al rememorar lo sucedido, Carlos pensó en ese detalle de la ropa y se dijo a sí mismo: «Tengo que conocer su cuerpo». Deseaba ya otro encuentro futuro libre de ropas, donde ella se desnudase por completo.

Carlos y Teresa se convirtieron en amantes regulares por varios meses, dentro de la mayor discreción: sin lograr nunca su sueño de llevarla a un motel; hacían el amor únicamente en el consultorio, siempre a los apurones, y él no pudo nunca satisfacer su curiosidad de ver a su amante completamente desnuda. Lo único que molestaba un tanto a Teresa era el comportamiento egoísta de Carlos después de cada acto: perdía totalmente su romanticismo, se volvía frío como un tahúr, y solo recuperaba su cortesía luego de un par de horas.

B
4tpB
Una noche, estando las primas en su cuarto antes de dormir, Teresa —le estaba peinando el cabello a su hermana frente al soplo del ventilador para que se secara más rápido—, mientras desenredaba el pelo recién lavado, parecía realmente contenta, al punto de que se mostraba cariñosa con Cecilia.
—Si quieres, a fin de año, podemos ir a visitar a mamá. ¿Qué te parece, hermanita?
—Sí, claro, me encantaría. Así aprovechamos para llevar unos regalos.
—Tu dinero y el mío los tengo bien guardados. Quiero que sepas el lugar por si algo llegara a pasarme.
—¿Qué te puede pasar a ti? Eres más fuerte y sana que yo.
—No lo asegures. El destino tiene sus sorpresas. Mira, Cecilia, el dinero se encuentra dentro de un sobre que está pegado con cola de zapatero debajo del fondo del ropero, en la parte de afuera, en el hueco que forman las patas.
—Entiendo.
Luego le tocó el turno a Teresa de bañarse. Lo hizo cantando y regresó tarareando. Le habló a su hermana de querer comprarse dos o tres conjuntos de ropa interior.
—Pero si tienes muchas —le dijo Cecilia.
—Quiero un juego en negro y otro en rojo. No tengo de esos colores —insistió Teresa, mientras levantaba el rostro hacia el techo como soñando despierta. En realidad, estaba recordando los intensos momentos íntimos pasados con Carlos. Le costaba mucho guardarse para sí sola esos recuerdos fabulosos; deseaba compartirlos con su hermana, pero creyó que no era conveniente todavía. «Quizás más tarde», pensó, con su inmejorable ánimo.
Cuando estuvieron en la cama con las luces apagadas, Cecilia le dijo a Teresa:
—Quiero confesarte un secreto. —Su voz era metálica. Parecía retumbar en la pieza.
—Cuéntame, hermanita. Sabes que estaré siempre contigo, en lo que sea.
—Estoy enamorada de Carlos —se descargó como un chorro, como si estuviera en un confesionario y necesitase expulsar lo más rápido posible el pecado
—¿Qué…, qué me estás diciendo? ¿Acaso dijiste Carlos? —preguntó Teresa, espantada—. «¡Dios mío! Qué dirá si supiera…», pensó.
—Sí, dije Carlos —repitió Cecilia, muy aliviada por haber evacuado esa verdad que la carcomía.
—No, no puedes…, no puedes enamorarte de ese hombre. Es el marido de tu prima. Estamos viviendo en la casa de sus suegros. No… No… —repetía, completamente trastornada por la noticia.
—Es lo que es —dijo Cecilia, más segura todavía de su sentimiento.
—Es un amor imposible.
—Lo sé.
—Y ¿desde cuándo es que estás enamorada?
—Desde el 1º de mayo de 1959, esa vez que vinieron a cenar él, su madre y su hermano, hace diez años. Estando en la mesa sentada frente a él, algo raro me sucedió: entraron su imagen, su voz, su risa, su alma, en mi corazón. A partir de ahí empezó mi tormento. Esa noche a duras penas pude tragar algún bocado. Y he soñado con él casi una vez por semana.
—Me duele lo que te ha pasado; pero te aconsejo que te saques de la cabeza esa locura. ¿Por qué no te confiesas con el padre Giménez? Tal vez él pueda ayudarte.
—No, no confío en los sacerdotes. Muchos casos feos ya escuchamos sobre ellos.
—Dime, Cecilia: ¿él nunca te probó?
—Nunca. Ni siquiera se fija en mí.
Te pregunté porque corre la versión de que es mujeriego. Parece que en Concepción pasó algo grave; por eso es que volvieron.
—No sé nada de eso, ni me interesa. Lo que te puedo decir es que nunca fue irrespetuoso conmigo.
—Pero, ¿es en serio que estás enamorada?
—En serio.
—Y, ¿no probaste con otro para olvidarle?
—Probé —dijo Cecilia— con algunos, pero el remedio fue peor que la enfermedad. Pensaba en él cuando estaba con otro.
—Es grave tu situación, hermana. Tenemos que ir junto a una curandera que cura el mal de amores. Tía Soledad me comentó una vez cuando me metí con ese estúpido de Ricardo. ¿Recuerdas?
—Sí, me acuerdo. ¿Y qué tal te fue?
—A mí me curó —respondió Teresa—. Le olvidé completamente.
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