Capítulo 4 TP
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Al poco tiempo, Carlos se hizo de una buena cantidad de pacientes, porque, además de sus innegables condiciones profesionales —y de sus conocimientos de medicina natural—, poseía la cualidad humana de ser amable, más aún con las mujeres, y más aún con las señoras de la tercera edad, a quienes abrazaba y besaba con cariño y naturalidad. Su mayor orgullo, en este sentido, constituyó en tener como paciente al presidente del club de fútbol más popular del país, un hombre poderoso por su riqueza, fruto del privilegiado contacto que tenía con el círculo del poder. De esa suerte nació la necesidad de contratar una secretaria. Y cuando se puso a barajar a las posibles candidatas, no tuvo dudas de que Teresa era la ideal. Existían varias razones que certificaban dicha elección. En primer lugar, se sentía seguro de la eficiencia de su prima política, ya que, la misma, había realizado un curso de secretariado; en segundo lugar, contratarla significaba alegrar a toda la familia. Dada su condición de deshonrada, el hecho de encontrarse un tanto desorientada, era una preocupación constante para todos los allegados; y, por último, la razón más importante para la contratación era que Teresa le gustaba como mujer, y pensó que trabajar con una persona que le atraía químicamente siempre haría que las horas laborales fueran más gratas. Habíamos dicho que era heredera de la belleza de los Lefort; y ese solo hecho bastaba para hacer surgir el deseo en cualquier hombre. Además de eso, se encontraba el dilatado problema conyugal de Carlos que, sumado a su propia naturaleza licenciosa, lo incitaba a poner sus ojos deshonestos en su prima política.
En esa época, cada vez más, Carlos se lanzaba a la búsqueda de satisfacciones sexuales «más normales», menos conflictivas de las que lograba con su esposa. Sin necesidad de llegar a comportamientos acosadores, su atractiva apariencia y su condición de médico le facilitaban ostentar el aura de la popularidad, hecho que aumentaba su encanto ante las mujeres. Pero su arma más poderosa era saber escuchar los dramas femeninos y expresar, en medio de las conversaciones, piropos inteligentes y sorpresivos, los cuales lo hacían irresistible. Cuando una mujer en particular le atraía, Carlos se comportaba de una forma adorable, elegante, simpática, sin llegar jamás a forzar la situación; su lema era la paciencia hasta lograr que la mujer se rindiera, para llegar al sexo solo si ella estaba dispuesta, de una forma en que pareciera una entrega por voluntad propia. Y cuando la rendición se consumaba, él sentía un enorme vació que lo obligaba a nuevas conquistas. Ni más ni menos que el famoso don Juan Tenorio, que saltaba de mujer en mujer, sin encontrar jamás a la mujer que lograra sustituir a su adorada Matilde, hecho que convertía su vida en una crónica insatisfacción.
Carlos consideraba a Teresa como una presa fácil, una mujer «usada» que no opondría una franca resistencia ante su asalto. (El tigre había elegido a su víctima y solo le faltaba ultimar los detalles para iniciar su ataque.)
Para contratar a Teresa, no podía, sin embargo, hacer una proposición directa, teniendo en cuenta las sospechas que podría despertar. Debería valerse de una insinuación sutil a su mujer. Por eso, se sintió muy complacido, cuando Matilde le dijo:
—Creo que Teresa es la persona ideal para ese trabajo.
—Ojalá no cometa nada irresponsable —le respondió Carlos, con aire de falsa gravedad, de falso jefe exigente. Su cinismo estaba siendo depurado constantemente.
La prima, al cabo de unos meses, se recuperó totalmente de su desgraciado matrimonio. La favoreció muchísimo el hecho de no haber tenido hijos. Con su nuevo trabajo se olvidó para siempre de su marido alcohólico, volvió a preocuparse con pulcritud de su aspecto físico: una hora por día de caminata en la plaza del barrio, aseo personal perseverante, peluquería y manicura, elección cuidadosa de su vestimenta, y una intensa gimnasia espiritual para recuperar su amor propio, su optimismo. Abandonó el hastío de la espera, y enfundada en su nueva condición de «mujer libre» (la cual prefería a la de soltera) se predispuso a la expectación de nuevas emociones para su vida.
Las relaciones en el consultorio muy pronto pasaron del trato convencional, a otro de más confianza. Sin pérdida de tiempo, Carlos, tomando la iniciativa, asedió a Teresa con toda forma de galanteos: no se cansaba nunca de decirle que estaba hermosa, lo cual no dejaba de agradarle a ella. Al fin de cuentas, Teresa había heredado también la vanidad de las Lefort.
Sin embargo, ella era consciente de que los galanteos de su primo podrían ser solo intenciones fríamente carnales, en el sentido de ser utilizada como amante esporádica, al margen del matrimonio. Su naturaleza de hembra, naturalmente, admitía la posibilidad de provocar deseos sexuales en cualquier hombre, aunque se sentía lo suficientemente dueña de sí misma como para impedir que machos encabritados vinieran a avasallar su dignidad.
Cuando se introdujo en el juego de Carlos, tolerando sus tentadores galanteos y sus regalos, y en cierto modo, incentivándolos, no se imaginó nunca acostándose con él; o sea, no esperaba que Carlos pudiese transponer los escrúpulos del lazo familiar para atreverse a proponer la intimidad. Pensó que podía seguir la broma hasta el cansancio, sin temor alguno. No tuvo en cuenta que Carlos había superado ya el nivel moral que ella aún conservaba.
Un día, después de varios, meses de vacilaciones, sin encontrar un resquicio por dónde meterse para apoderarse de aquel cuerpo —que para entonces lo tenía ya cautivado—, Carlos se propuso como plan de conquista la sorpresa. Con la sospecha de que Teresa arrastraba esa característica de negarse queriendo (lo que muchas mujeres hacen para aplacar los sentimientos de culpa), Carlos decidió ese día, violando sus principios de seductor moderado, llegar a las manos: sosteniéndola por ambos brazos, intentó besarla. La reacción de Teresa fue de categórico rechazo, aunque no hubo un enojo tajante, una amenaza terminante para que él la dejara en paz, en el sentido, por ejemplo, de amenazarle con renunciar al trabajo, o que denunciaría a la familia el «vil» comportamiento. Al contrario, ella siguió trabajando en el consultorio con la mayor naturalidad; y no solamente prosiguieron con las anteriores bromas, sino que el manoseo poco a poco pasó a formar parte del juego. Los intentos por robar el beso se repitieron día tras día, y ella parecía ir acostumbrándose cada vez más al trato impúdico, aunque, manteniéndose firme, defendiendo la convicción de que su intimidad no era para el hombre que la abordaba.
Sucedió, entonces, que una tarde en que estaban por cerrar el consultorio, Carlos, enloquecido por el encanto especial que ese día Teresa despedía, la tomó con más fuerza que de costumbre consiguiendo el beso tan ansiado, y más que el beso, la certeza de que ese día, en ese momento, antes de salir a la calle, la poseería.
Durante el forcejeo, cayeron sobre el sofá, lo cual favoreció el trabajo de desgate que emprendía el mujeriego. Después de una ardua batalla, durante la cual, Teresa se negaba a ceder un mínimo de terreno, Carlos logró llegar a todos los rincones del cálido cuerpo; y el inmenso placer que le inspiraba la indefinida conquista, le proporcionó mayor fuerza, más convicción, para conseguir aflojar aquellas defensas que se atenazaban. No podríamos saber los profundos sentimientos que dominaron aquellos momentos el alma de Teresa, aunque me atrevería a conjeturar que su actitud, aquella rabia que manifestaba, las palabras que decía, las amenazas, el retorcimiento como si estuvieran robándole su virginidad, todo su comportamiento en general, no tenían la suficiente convicción como para hacer creer que categóricamente no quería la cosa. Sus exagerados gestos y quejas daban, más bien, a entender que no quería demostrar la condición de mujer fácil; quería a toda costa salvar las apariencias. Liberada de ese miedo, como un luchador vencido después de oponer la más heroica resistencia, ella se sentiría muy tranquila con su honor. «Me hizo porque no lo pude impedir», podría decir para apaciguar su conciencia.
¿Cuánto hacía que Teresa no mantenía relaciones sexuales con un hombre? ¿Y acaso era insensible a los llamados del instinto? Después de una lucha a puro músculo, donde fue perdiendo terreno milímetro a milímetro, finalmente, abandonó su resistencia. En ese instante, cuando comprendió que el acto era inminente, su actitud cambio radicalmente, y de la negación pasó a la aceptación, como si pensase: «ya que es imposible que lo impida, lo voy a gozar». Se entregó con propia voluntad, dominada por el deseo. Fue una maratónica carrera que Carlos no olvidaría en mucho tiempo, quedándole a flor de piel las vibraciones torrenciales del encuentro. Carlos la poseyó sin que Teresa se sacara la ropa. Luego ella se puso de pie, mientras se alisaba el vestido con la mano. Sonrió con un dejo de ironía, y siguió comportándose como una eficiente secretaria, como si nada hubiera acontecido. Al otro día, al rememorar lo sucedido, Carlos pensó en ese detalle de la ropa y se dijo a sí mismo: «Tengo que conocer su cuerpo». Deseaba ya otro encuentro futuro libre de ropas, donde ella se desnudase por completo.
Carlos y Teresa se convirtieron en amantes regulares por varios meses, dentro de la mayor discreción: sin lograr nunca su sueño de llevarla a un motel; hacían el amor únicamente en el consultorio, siempre a los apurones, y él no pudo nunca satisfacer su curiosidad de ver a su amante completamente desnuda. Lo único que molestaba un tanto a Teresa era el comportamiento egoísta de Carlos después de cada acto: perdía totalmente su romanticismo, se volvía frío como un tahúr, y solo recuperaba su cortesía luego de un par de horas.
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Una noche, estando las primas en su cuarto antes de dormir, Teresa —le estaba peinando el cabello a su hermana frente al soplo del ventilador para que se secara más rápido—, mientras desenredaba el pelo recién lavado, parecía realmente contenta, al punto de que se mostraba cariñosa con Cecilia.
—Si quieres, a fin de año, podemos ir a visitar a mamá. ¿Qué te parece, hermanita?
—Sí, claro, me encantaría. Así aprovechamos para llevar unos regalos.
—Tu dinero y el mío los tengo bien guardados. Quiero que sepas el lugar por si algo llegara a pasarme.
—¿Qué te puede pasar a ti? Eres más fuerte y sana que yo.
—No lo asegures. El destino tiene sus sorpresas. Mira, Cecilia, el dinero se encuentra dentro de un sobre que está pegado con cola de zapatero debajo del fondo del ropero, en la parte de afuera, en el hueco que forman las patas.
—Entiendo.
Luego le tocó el turno a Teresa de bañarse. Lo hizo cantando y regresó tarareando. Le habló a su hermana de querer comprarse dos o tres conjuntos de ropa interior.
—Pero si tienes muchas —le dijo Cecilia.
—Quiero un juego en negro y otro en rojo. No tengo de esos colores —insistió Teresa, mientras levantaba el rostro hacia el techo como soñando despierta. En realidad, estaba recordando los intensos momentos íntimos pasados con Carlos. Le costaba mucho guardarse para sí sola esos recuerdos fabulosos; deseaba compartirlos con su hermana, pero creyó que no era conveniente todavía. «Quizás más tarde», pensó, con su inmejorable ánimo.
Cuando estuvieron en la cama con las luces apagadas, Cecilia le dijo a Teresa:
—Quiero confesarte un secreto. —Su voz era metálica. Parecía retumbar en la pieza.
—Cuéntame, hermanita. Sabes que estaré siempre contigo, en lo que sea.
—Estoy enamorada de Carlos —se descargó como un chorro, como si estuviera en un confesionario y necesitase expulsar lo más rápido posible el pecado
—¿Qué…, qué me estás diciendo? ¿Acaso dijiste Carlos? —preguntó Teresa, espantada—. «¡Dios mío! Qué dirá si supiera…», pensó.
—Sí, dije Carlos —repitió Cecilia, muy aliviada por haber evacuado esa verdad que la carcomía.
—No, no puedes…, no puedes enamorarte de ese hombre. Es el marido de tu prima. Estamos viviendo en la casa de sus suegros. No… No… —repetía, completamente trastornada por la noticia.
—Es lo que es —dijo Cecilia, más segura todavía de su sentimiento.
—Es un amor imposible.
—Lo sé.
—Y ¿desde cuándo es que estás enamorada?
—Desde el 1º de mayo de 1959, esa vez que vinieron a cenar él, su madre y su hermano, hace diez años. Estando en la mesa sentada frente a él, algo raro me sucedió: entraron su imagen, su voz, su risa, su alma, en mi corazón. A partir de ahí empezó mi tormento. Esa noche a duras penas pude tragar algún bocado. Y he soñado con él casi una vez por semana.
—Me duele lo que te ha pasado; pero te aconsejo que te saques de la cabeza esa locura. ¿Por qué no te confiesas con el padre Giménez? Tal vez él pueda ayudarte.
—No, no confío en los sacerdotes. Muchos casos feos ya escuchamos sobre ellos.
—Dime, Cecilia: ¿él nunca te probó?
—Nunca. Ni siquiera se fija en mí.
Te pregunté porque corre la versión de que es mujeriego. Parece que en Concepción pasó algo grave; por eso es que volvieron.
—No sé nada de eso, ni me interesa. Lo que te puedo decir es que nunca fue irrespetuoso conmigo.
—Pero, ¿es en serio que estás enamorada?
—En serio.
—Y, ¿no probaste con otro para olvidarle?
—Probé —dijo Cecilia— con algunos, pero el remedio fue peor que la enfermedad. Pensaba en él cuando estaba con otro.
—Es grave tu situación, hermana. Tenemos que ir junto a una curandera que cura el mal de amores. Tía Soledad me comentó una vez cuando me metí con ese estúpido de Ricardo. ¿Recuerdas?
—Sí, me acuerdo. ¿Y qué tal te fue?
—A mí me curó —respondió Teresa—. Le olvidé completamente.