(José Emilio Pacheco)
Ya escucho tu sonrisa en el mar que se aleja
y busco en otra playa de tu arena la orilla,
floto como un olvido entre las aguas
que se alejan de ti sin que pueda detenerte.
(Ya escucho aquellos versos)
Cuando mueran los poemas en mi cuaderno
y aparezcas tú en la calle de la ausencia,
no será culpa del rapsoda que llore entre los muros,
sino mía,
siempre mía y derramada,
como un templo abandonado en el crepúsculo
que ya no escucha la caída de los dioses,
como la mano que un día me ofreciste
cuando ya no podía fijarla
en los tabiques densos de una sombra
profunda y corrompida,
que no supo cerrarse en mi memoria;
era una hoja grave en un diario
que no quisiste guardar en tu equipaje de quimeras,
la palabra de un amante sepultada
entre las cenizas de un jardín y un limonero,
un sueño agonizante
que no quisiste alentar con los labios,
una espera
cuando ya había pasado el último tranvía,
con el corazón de Chopin en una urna túrbida,
envuelta en el levante, las notas y los recuerdos,
en una queja que palpitaba bajo la sangre de una verja.
Allí seguía latiendo, perdida y pesarosa,
la huella que borraste en la luz de mi mirada,
que sufría tu gesto caprichoso,
las ansias peregrinas
que dejaste anidar en un balcón de mi costado
y nunca arrancaste del laberinto de mi alma.
Te quise y no sé si me arrepiento
al verte emerger
de nuestros espigones como si fueras otra,
como si nunca hubieras regresado del exilio
al que tú misma te desterraste,
mientras se levantaban las hojas de los sauces
en tus ojos.