
Como alzar la voz en una copa vacía,
dije tu nombre sin mancharme,
sin dejar ni rastro en el vidrio.
Me volví a un sitio raro que ya no era mi casa,
me cubrí de torso para arriba,
no quería hacerlo todo al revés,
pero ya era tarde.
Había penetrado tu blancura con mis ojos,
en la misma mirada que ahora no cautivaría ni a un retoño,
en el mismo cuerpo que busca su sombra.
El espejo nunca me dijo que podía cambiar mi expresión,
pero vaya si lo hizo,
y todo ello sin arrugarse un ápice.
Pasaron ya muchos años,
y en este mismo cutis nacieron nuevos relieves,
nuevas curvas, nuevas raíces,
que, como un árbol herido, buscaban su paisaje.
Y es que:
Verás... No todo se arregla con amor.
El tiempo... Otra decepción que no cura.
Deberían existir especialistas para esto que tengo contigo.
Porque:
A punto de explotar, aún no lo he hecho.
Cómo sería un estallido sin fuego.
Y es que:
No me comes por dentro.
Tampoco me quema no poder tocarte, ni arde en mí el deseo.
La carcoma, mi vieja amiga, se ha cebado otra vez con el serrín.
Mi madera no debería de crujir tánto,
pero:
Cuando te veo, mis pasos no son huellas,
no son ese cielo que asesina hormigas.
Pero he matado a alguien que no deberías ser tú.
Y ahora, con todo mi universo retorcido me pregunto:
¿Hasta cuándo sabré que te perdí?
Reconozco la longitud de mi zancada y mi ridícula forma de caminar,
incluso de resbalar en los días lluviosos.
Y con toda esta mierda encima,
como si lloviera mierda,
como si todo fuera mierda,
dime, tú, calculadora y estratega:
¿Comerías de mi plato una vez más?
¿Te acercarías a menos de mil kilómetros de distancia?
¿Respirarías, en serio, y con el corazón en la mano, la vida, la única hija de puta que te une a mí?