lo miro sin reparo.
Sin afeitar,
con su camiseta más vieja,
se olvida de su otra vida,
de esos días de diario con traje de domingo,
y de los viernes de casual wear.
Se hunde, poco a poco, en la butaca,
pero sin perder ese aire de chico
educado en un internado inglés.
Sus ojos azul-náufrago miran
a los personajes de frente
y a los demás de soslayo.
Con una cerveza en la mano,
él bebe y habla deprisa.
A veces el sonido de sus palabras
se enreda en sus patillas
y la conversación adquiere
un tono más denso.
Entonces, él me pregunta
¿por qué resulta tan difícil
pedir las cosas?
Si miro su pecho veo un círculo girando
que no se llega a cerrar.
Cada cierto tiempo las casualidades venían enmarcadas por unas llamas inquietantes que anuncian su presencia. Había que estar lista si querías identificarlas en todo su esplendor. Alguna vez ocurrió que comencé a sentirlas cuando no eran más que cisco humeante, negro, con gloriosos pedazos de un naranja incandescente. Entonces se te queda dentro un vacío lleno de lo que nunca será.
Pero ahora, hoy, de pronto
mis tripas sienten el fuego
que quiere crecer,
que desearía convertirse
en algo grande.
El fuego sueña con inundar la diagonal
que trazan mis ojos cuando lo miro.
tan falso, como la estatua de la libertad.