de raíces al suelo atado
recubierto de savia y maleza,
vestido de blanco en el retrato gélido de invierno,
desnudo con el melancólico otoño;
ese árbol sin camino,
sin mente, sin retoño,
ese árbol,
¿cuántas historias habrá vivido?
Árbol, ¿quién te ha dibujado la herida?
¿quién apoyó la espalda
en tu tronco astillado?
Quisiera entenderte,
escuchar uno a uno tus relatos,
pausado, con la lentitud necesaria,
con el sortilegio de tu sombra,
de tus tímidos y animados movimientos,
de la pulcritud aritmética de tus hojas,
de la esencia de tus ramas
y el quehacer responsable de tu cadencia.
Necesito escucharte,
alimentarme de las vivencias
que los calendarios posaron sobre tu imagen,
de la luz decorosa de una mañana adornada de rocío,
de esas tardes de gris claro
donde jugaban aquellos niños,
los amantes apaciguaban su calor
y tallaban unos corazones asesinados por cupido,
mientras se acercaba la noche
y tú te fundías en su oscuro negror,
los pasos de la tarde auspiciaban su llegada,
una ola de paz y silencio, el descanso.
A veces te sorprendería la lluvia, la nieve, el viento,
pero aguantaste, -aún lo haces-,
con menos ramas, menos hojas, más astillas,
más vivencias…
Quiero que me las cuentes,
que indagues en tu interior
y las derrames, como derramas la savia,
las hojas en otoño,
el rocío del amanecer.
Árbol,
que la mies de tu fuerza no se arruine,
no dejes que se incline más tu sustento,
lucha ante la adversidad,
hazlo con denuedo,
que tus raíces no se atormenten y cedan,
que la tierra te alimente y humedezca,
y los tiempos te dibujen,
te envuelvan,
te inmortalicen.
No te abatas, no te rindas,
y si has de caer,
si ya no puedes soportar tu linaje,
deja que me abrace a tu tronco,
que me cubran tus ramas,
tus amarillentas hojas
y me bañe con la savia de tus memorias.
Pero no tardes,
hazlo pronto,
que no quede vestigio
donde nos queme el fuego de la hoguera
y un alba huérfana
despierte sin rocío capaz de mitigarlo.