
brotaran las burbujas, no habría tantos crímenes, ni lluvia.
Cómo decirte a ti lo incierto, la verdad sobre el último secreto
nacido de los restos de los historiadores.
Excavaciones cónicas se ciernen sobre el conocimiento,
las pirámides hunden con su cresta el desierto en el mar.
Un acierto, sin duda, por tu parte, haber investigado el ahogo del ahorcado.
Me he sentado en la silla más poética
-sin ella nunca habría encrucijadas-.
Que sí, que ya sé tus últimas palabras.
Te marchaste más mudo que el aire comprimido.
De eso tan solo quedan versos sobre tu mesa
-"el poeta no sabe lo que esconde...",
"el ingenio no es otro que esa envidia tan sana que siento por la muerte-",
y un tintero y un brazo más fuerte que el opuesto.
Era escriba, quizá,
su dicha yacerá en los arenosos senderos,
donde la línea recta va derecha a su pecho.
Conquistaste las dunas, y fuiste emperador.
Pero nada ni nadie pudo salvar tus letras.
Fósiles la dotaban de doctrina.
Tu esqueleto ha curado a tu momia
-alegórica esencia del olvido-.
Nunca te sobrevino ni atropelló la lírica.
¿Amor? ¿Tenías tiempo para eso?
¿O simplemente alzabas desafíos?
Tomabas, como siempre, esos senderos vírgenes,
y las huellas jamás entraron en tu templo.
En tu boca de sol, ajena a los eclipses
-eso te funcionaba como beso-,
escampó ya tu sed,
esparcida,
tú, tormenta y tormento del desierto.