
Mis memorias no marcan lo que soy.
Ni siquiera mi infancia, adolescencia -ni la madurez, al menos la que se presupone, se supone en cada acto-.
La vida es como un teatro, sin actor principal.
A no ser que todas mis letras hayan caído en saco roto.
Hay una mano inocente en todos mis escritos.
Quien se lo crea o no, no es asunto mío.
Inconsciente entidad, ente, ser, qué más da.
Formo parte de algo que aún debo asumir.
No me haría ninguna gracia participar en un sorteo.
Solo dispongo de mi experiencia, pero quiero cambiarla.
Esto es, no hacer leña del árbol caído, sino un incendio forestal no provocado.
Las criaturas se seducen y se atraen.
Basta con una mirada crítica para saber dónde radican mis crisis.
Solo ellas me asocian al literal -sentido literal-.
Y me digo que actúo coherentemente.
No importa lo que suponga.
Solo las mariposas en mi estómago.
Y me digo:
¿Será el amor bienvenido a una casa sin ventanas?
He recorrido algo de algún camino.
La perspectiva perfecta, no la suya ni la mía -¿por qué no?-
¿He de observar desde fuera de mí para contextualizar lo que escribo -a nadie le ha servido interpretarlo-?
Y como un guion, o un papel secundario, o de doble capa, o de liar, de lija, o carboncillo -conservo esos víveres que alimentan el cambio-, quise cambiar el mundo sin calcarlo
-En la historia va incluída la prehistoria-.