simplemente bañaba tus costillas
en mi almohada de seda, sin mejillas,
ahogaba mis hálitos sin hueso
en el corcho, en los charcos, las Antillas,
y mis ojos -yo nunca supe de eso-
te querían besar, pero fue el beso
-yo nunca supe de eso- y las colillas
que apago en tu memoria y en tu mecha,
los que unos tras otros me permiten
establecer un orden de sospecha,
los que unos tras otros se repiten
en el humo, en la frente, y en la flecha
que ya no habrán más polvos que te imiten.