El amante ilegal

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Óscar Distéfano
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El amante ilegal

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El amante ilegal

I

Eran las dos de la mañana. El hombre estaba sentado en aquel bar, donde otros solitarios hombres (tres o cuatro) con estados alcohólicos que demostraban la inutilidad de sus vidas, observaban concentrados con la pasión de un niño una tensa partida de billar, que dos jóvenes dominados por el nerviosismo —creado por el monto de la apuesta— llevaban a cabo.
La negra mirada de nuestro hombre —luego de registrar mentalmente el ambiente—, se perdió en los mojados adoquines, a través del vidrio donde se leían invertidas las palabras: «Café – Bar». Tenía delante de él una taza de capuchino y un cenicero bastante cargado de colillas de cigarrillos, algunos a medio terminar. Era su tercera taza.
Trataba de poner en orden sus pensamientos; pero, su caótica mente, solo veía las imágenes desordenadas de lo que había pasado, locura que nunca se había imaginado cometer. «A pesar de lo grosera que fue conmigo, era lo último que yo podía haber hecho».
Recordaba, detalle por detalle, la escena: sus manos que abofeteaban dos, tres, cuatro veces, con fuerza y rabia el rostro de su mujer; para luego, a causa de que no se callaba y seguía chillando más y más, aplicarle un seco golpe de puño en la nariz, que empezó a sangrar profusamente.
Al verla tendida en el suelo sin que atinara a callarse (seguía desafiándolo con groserías de todo calibre), le propinó unas patadas en las piernas y en los muslos, para no herirla en zonas sensibles; luego, la levantó de los cabellos y remató su castigo con dos bofetadas más, cuidando que esta vez se cayera sobre la cama. Fue un desatino total. Le pareció un tanto exagerada su reacción; pero, de ninguna manera se arrepintió de haberla «castigado», de haber cobrado la ofensa. Estaba convencido de haber actuado de acuerdo a sus «principios».
Ella no lloraba; solo emitía unos gemidos secos, como queriendo trasmitir el mensaje de que estaba malherida pero con su orgullo intacto. Deseaba despertar el sentimiento de culpa en él.
Pero Roberto estaba realmente enojado. Retumbaba todavía en su mente lo que ella le había dicho: «¡Mantenido!». Fue esa palabra y la forma de pronunciarla lo que lo llevó a perder el control sobre sí mismo. Quizás en otra ocasión, él hubiera aceptado esa imputación porque, evidentemente, lo era, ¿por qué negarlo? Era un mantenido; pero, el hecho de que fuera ella quien lo invitó a la convivencia, a sabiendas de que él no tenía un trabajo seguro, y que varias veces, durante los seis meses que llevaban conviviendo, se había quedado sin trabajo sin que ella se quejara (al contrario: lo apoyaba); y debido a que era la primera vez que lo ofendía con tanta hostilidad, sin que existiera una causa grave (algún cuerno o algo así), como si, luego de vaciarse de calentura, hubiera perdido la pasión y quisiera deshacerse de él, su bronca se volvió salvaje y se volvió sordo, ciego y mudo ante el llamado de la compostura.

Encendió otro cigarrillo y pidió otra taza de café —esta vez puro, doble y con aguardiente—, y sintió que se había desahogado bastante. Ya no se mordía los labios. «¡Mantenido!», repetían los demonios azuzadores en su mente. Le retumbaba en todo el cerebro como un eco infinito. Pero, al recordar la paliza que le había infligido a su mujer, el rencor disminuyó; y, su espíritu, poco a poco fue recuperando el equilibrio emocional.
Se puso a analizar su situación. Empezó a recordar su historia, su historia de amor. ¿Es acaso el tiempo el que infiere de belleza a un hecho pasado, borrando los detalles desagradables y dejando solo los que produce dicha recordar? Así se entregó a la fantasía de los recuerdos pasados al lado de esa mujer que no conocía muy bien, cuyas reacciones lo sorprendían, pero que la convivencia con ella le había brindado grandes satisfacciones físicas y espirituales. Al repasar esos momentos pasados cayó en el embeleso y el reloj y el giro orbital de la tierra se detuvieron. No podía negar que ella le hizo sentir hombre de verdad por primera vez en su vida. Con lo joven que era, sus noviecitas de antes no eran sino intentos de búsquedas de la gran pasión. Con Isabel, cuatro años mayor que él (ella, veintitrés; él, diecinueve), conoció la vida en pareja, la rutina del baño en compañía, el erotismo de la noche antes de dormir o del desayuno cuando ella se disponía a preparar el café en ropas íntimas. Recordaba las tardes de invierno, en el sofá frente a la estufa, apoyada su cabeza sobre el regazo de ella, escuchándola contar sus recuerdos de niña, su rutina del trabajo, sus sueños de hembra (soñaba con ser madre), con esa voz de mujer enamorada que tanto le gustaba escuchar.
Cómo podía hacer para olvidar (en caso de una ruptura definitiva) ese mundo creado en conjunto, ese lenguaje personal cargado de neologismos cariñosos y eróticos, esos juegos amistosos, esa compenetración, ese entendimiento que solo se logra cuando existe verdadero afecto. No, indudablemente que no podría olvidar. Y lo que es más: deseaba ardientemente regresar a su lado, proseguir su vida con ella, porque esa vida se había convertido en su razón de ser. Le desesperaba la idea de perderla. Se prometió a sí mismo bloquear todo atisbo de agresividad de su personalidad si pudiera recobrar su vida pasada. Ciertamente, no la amaba; pero, dada las circunstancias de su vida, ella era para él como un vaso de agua en el desierto.
Sentía miedo, mucho miedo, miedo de volver a su vieja soledad en esa ciudad espantosamente fría, soledad que lo había llenado de angustia y autocompasión. No podía regresar a su país con las manos vacías y con el fracaso de su relación amorosa, para ir a sufrir allá con mayor agudeza la nostalgia y la pobreza. No. No. No…
Era orgulloso, criado «a lo macho»; pero, sus diecinueve años no eran suficientes para impedir que unas gruesas lágrimas le rodaran por las mejillas. Estaba muy arrepentido de su conducta criminal.
Pasó mucho tiempo en ese bar que iba quedándose sin clientela, fumando un cigarrillo tras otro y bebiendo café tras café. Su mirada se perdía en el brillo triste de las piedras mojadas de la calle, sin vida, detenidos en el tiempo, con todo su cuerpo semejando una estatua de cera.
Uno de los mozos vino a avisarle de que estaban cerrando. Se levantó pesadamente, tomó su sobretodo, pagó la cuenta con las últimas monedas que tenía, y salió a la calle, donde una aguda llovizna fue hiriéndole el rostro.
Estaba anímicamente destrozado: joven inmigrante sin papeles en un país hostil, que no dependía solo del amor, sino del apoyo de esa gorda, vieja, arrogante de veintitrés años, a quien tenía la obligación de hacer dichosa, hasta que lograra hacerse con los malditos papeles de radicación.

Caminó por el medio de la calle vacía, con las manos en los bolsillos vacíos, la cabeza gacha y vacía, en esa hora vacía, con la sensación de libertad de las almas vacías. Llegó a su casa (al departamento de ella), abrió la puerta con cautela (aún tenía la llave) y se dirigió directamente al dormitorio. El cuarto estaba vacío. El departamento completo estaba vacío. La sala, la cocina, el baño, el balcón, todo estaba vacío.
¿Adónde habrá ido? ¡Oh, no! «Ella es capaz de cualquier reacción, de cualquier macana que pueda castigarme».
Sonó el teléfono.
—¿Sí?
—¿Es usted Roberto Martínez?
—El mismo. ¿Quién habla?
—La policía. Debe usted presentarse ahora mismo a la Jefatura.
—¿Qué pasó, mi jefe?
—Debe usted presentarse ahora mismo a la Jefatura.
—Explíquese.
—A su debido tiempo.
—Usted es la autoridad. En quince minutos estoy ahí.


II

Se puso el sobretodo. Salió a la calle. Persistía la llovizna. Fue casi corriendo. No quedaba muy lejos. No tenía para pagar un taxi. Llegó a la jefatura y un oficial lo llevó al despacho del comisario. Al entrar se encontró con la sorpresa de ver a su mujer sentada con expresión de mártir compungida llena de dolor.
—Hola Isabel.
Ella no respondió. “Me va a enterrar esta hija de puta”, pensó.
—Buenas noches –saludó el comisario, con pocas pulgas por haber sido obligado a trabajar en un horario inadecuado.
—Buenas —dijo Roberto.
—¿Es usted extranjero?
—Sí, señor.
—¿Nacionalidad?
—Paraguaya.
—¿Es esta mujer su mujer?
—Sí, señor.
Roberto se preparó para lo peor. Ya se veía deportado.
—¿Por qué casi ha matado a golpes a su mujer?
Miró fijamente a Isabel. Tenía un feo moretón en el ojo derecho y el labio superior algo abultado. No sabía qué contestar. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo. No quería ser deportado. Dijo lo primero que le vino en mente:
—Tuvimos un forcejeo y se cayó.
El comisario lo miró incrédulo, sorprendido, extrañado, ante tanto cinismo.
—¿Fue este el hombre que la golpeó? —preguntó, dirigiéndose a la mujer.
—Sí —dijo ella, no ya tan agresora. La expresión arrepentida de él la “maternizó”.
—¿Y? —interrogó el comisario, dominado por la impaciencia.
—¿Y, qué? –dijo Roberto.
Mire, amiguito. Usted no va a venir a hacerme guerra en mi propia trinchera. Sepa y tenga en cuenta que es usted un ilegal, y de que esta mujer es argentina. Confiese voluntariamente y trataremos de no inmiscuir al Poder judicial en esta «pelea de amantes». Ya bastante trabajo tienen ellos con los montoneros.
—Bueno, reconozco que la golpeé; pero, yo solo me defendí —dijo Roberto—. ¿No ve que es más robusta que yo? Mire los arañazos que tengo. —Hizo un intento de abrirse la camisa, pero quedó en el intento.
El comisario perdió la paciencia. Además de no tolerar la insolencia de «este infeliz» (odiaba a los inmigrantes porque venían a «sacarle el trabajo a los compatriotas»). Y creyendo que se congraciaría con la mujer, le implantó al joven un experimentado sopapo (muchos casos había resuelto de esta manera), mientras vociferaba palabras ininteligibles.
Roberto, luego de friccionarse la cara un buen rato, se levantó pesadamente de su silla, dobló su cuerpo hacia el comisario, ciego a cualquier consecuencia, como joven orgulloso que era, pensando que ni su padre se había atrevido jamás a castigarlo de esa manera, y ofreciéndole la otra mejilla, le soltó:
—Le advierto que está tomando este caso como algo personal. Acudiré a mi embajada, en todo caso.
El comisario volvió a darle otra cachetada, con más fuerza, dejando a su víctima tendido en el suelo, mientras con una sonrisita de satisfacción buscó la aprobación de Ana.
Ella, antes que aprobar la ominosa conducta, empezó a gritar histéricamente, dirigiéndose al comisario:
—¡Bruto! ¡Animal! ¿Es así como pretende resolver usted los problemas que se le presentan? ¿Por qué ha salido de la fría imparcialidad que debería mostrar? Acaba de cometer un delito, y no voy a permitir que esto quede impune. Tengo amigos en la prensa. ¿Cómo se atreve a golpear así a una persona mucho más débil que usted? Levanto la denuncia. No firmaré nada —siguió gritando—, mientras ayudaba a Roberto a levantarse.
El comisario quedó estupefacto. Él estaba convencido que le hacía un favor a su compatriota. Miró a la pareja salir del despacho, pensando con bronca que nunca, en sus veinte años de carrera, le había sucedido algo así. Tomó el borrador de la denuncia, le hizo un bollo, y lo arrojó al cesto de los papeles inservibles.


III

Iba amaneciendo ya cuando la pareja llegó al departamento donde vivían. No se hablaron ni media palabra durante el trayecto. Ambos se habían enfriado de las calenturas que tenían. Bajó la adrenalina, y podían ya pensar con mayor conciencia. Los dos tenían ganas de hablar, pero ninguno quería, por una cuestión de supremacía íntima, romper el silencio. Finalmente, conociendo la testarudez de su pareja, ella resolvió reiniciar la comunicación.
—¿Quieres una taza de café? —le preguntó.
Silencio. Dos pares de ojos que se miraron fijamente, que se estudiaron; y que, finalmente, convergieron e iban tejiendo en un mudo lenguaje de imperceptibles gestos, las sonrisas de perdón, la minimización de la pelea, considerándola una travesura más en sus meses de relación. Él se acercó. Ella también. Se abrazaron, se besaron apasionadamente. Se desnudaron. Hicieron el amor como siempre: vorazmente, con las iniciativas de ella, con las positivas demostraciones de él, hasta caer rendidos y satisfechos.
—Quiero el café, mi gorda —pidió él, en tanto se preparaba para fumar un cigarrillo (era un fumador de dos cajetillas por día).
«Mi gorda» era el apelativo cariñoso que utilizaba cuando la relación funcionaba cordialmente.
Ella estaba contentísima. El sobrenombre le había permitido decir solo cuando se encontraban en la intimidad, nunca en público; aunque, no le dominaba ningún complejo a raíz de su exceso de peso. Toda la vida, desde niña, había sido gordita, era ya parte de su personalidad, de su carácter, de su naturaleza. Por eso, podía levantarse desnuda y caminar hasta la cocina, moviendo rítmicamente la cadera, en una perfecta demostración de armonía anatómica, a sabiendas de que Roberto la miraba dominado por el erotismo.
Bebieron café. Él le pidió que le agregue un poco de licor (le había tomado el gusto a la bebida). Era domingo. Podían quedarse en la cama todo el tiempo que quisieran. Nada hablaron de lo ocurrido, pero sí de la boda —que a él lo convertiría en inmigrante legal—. Durmieron abrazados. Parecían dos personas enamoradas.
Última edición por Óscar Distéfano el Dom, 14 Oct 2018 6:41, editado 1 vez en total.
La poesía es la única soga de la cual dispongo siempre que caigo en el pozo del todo sin sentido.



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Hallie Hernández Alfaro
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Registrado: Mié, 16 Ene 2008 23:20

Re: El amante ilegal

Mensaje sin leer por Hallie Hernández Alfaro »

Doloroso e ilustrativo, Óscar.
La ilegalidad, la violencia, el maltrato, la percepción sesgada; todo aparece muy bien descrito en el texto.

Gracias por compartir, amigo.

Salud y felicidad.
.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"

Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares
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