A este personaje en mención lo conocí hasta hace poco. Debo admitir que desde que lo vi hablando en una estación de buses no pude evitar seguir sus pasos. No creo que soy el único que lo hago, somos muchos los que andamos siguiendo su huella. A veces he pasado el día entero escuchando sus historias y anécdotas de la cuales me hacen tanto bien. Del misterio que encierra cada una de sus palabras, no voy a hablar. Él había contado otras historias no menos fantásticas. Quizás no pueda repetirlas todas pero si podré decir una que otra.
Parado en el muelle frente al río se inspiro a soltar las ideas en voz alta y consiguió que muchas personas nos acercáramos a escuchar. No habíamos oído hablar a este hombre. Hablaba y hablaba sin detenerse, apenas respiraba para seguir hablando.
Movía los brazos y las manos, daba vueltas en un pie y saltaba de un ladrillo a otro, con ademanes y palabras nos decía como reír y hasta como llorar. Pasaba el tiempo y la gente se aglomeraba para escuchar y carcajear con el hablador. Sostenía ahora un vaso y nos explicaba como beber agua sin respirar, y sin atragantarse, nos tenía hipnotizados.
De pronto cuando estaba hablando acerca del humo de las fábricas, de una bolsa que mantenía a un costado sacó una pasta color negro y se untó en la cara y los brazos, decía que todos nos haríamos negritos si seguíamos respirando el aire contaminado de la ciudad. Las risas del público eran sonoras al verlo caminar y hacer brillar sus dientes blancos. Y nos invitó a tintarnos de negro. Algunos ya le pedían la pasta, algunos otros dudamos en hacerlo pero también lo hicimos riendo. Cuando estábamos extasiados de tanto reír, dijo que invocaríamos la lluvia para quitarnos la pasta, y de manera sutil nos pidió que aplaudiéramos al cielo cuantas veces pudiésemos. Y se puso al frente para dirigir el aplauso masivo, muchos más se unieron con sus palmas por la avenida, las personas aplaudían sin saber el porqué. Ya éramos miles por las calles y centros de trabajo los que rompíamos el ambiente con nuestros aplausos. Cuando menos lo pensamos, en medio de tanto aplauso, se desbocó una tormenta tan fuerte que todos nos quitamos la pasta y la ropa, corríamos por las aceras chapaleando el agua que cada vez era más fuerte. Y reíamos bajo la lluvia. Hasta que el cielo se calmó y regresamos a casa. Algo en nosotros había ocurrido.
Esa vez, claro, nos hicimos muchas preguntas acerca de lo sucedido, pero después nadie nunca se preguntó por aquel hombre que ya no vimos por ningún lado.
Santa Ana, El Salvador